Imagen libre de Pixabay—No
vas a salir a la calle, quítatelo de la cabeza. Eso
me decía mi tía Elvira. Bueno, en realidad lo hacía muy a menudo.
Parece que le encantaba hacerme infeliz. De hecho lo decía con
cierto brillo en los ojos y una mueca de triunfo esbozando media
sonrisa. Se diría que disfrutaba con ello. Porque era ella la que
mandaba en casa cuando mi madre no estaba. En honor a la verdad he de
decir que también mandaba cuando mi madre estaba, pero más
disimuladamente. Mi padre tampoco pintaba mucho. Nunca tuvo un carácter fuerte. Y mi madre se dejaba arrastrar por el ímpetu de su hermana mayor, con más personalidad y resolución. Raramente se atrevieron alguna vez a contradecirla. Era ella la que llevaba la voz cantante:—Amelia
—decía, refiriéndose a mí—. A este chico hay que atarle corto.
Yo creo que debería quedarse en casa y hacer sus deberes, que fuera
en la calle no aprende nada bueno. Y
mi padre pasaba del asunto, no decía nada y se enfrascaba en la
lectura del periódico, manteniéndose al margen ante esa rivalidad
por la autoridad de la casa por parte de las dos hermanas. —No
me gustan esos amigos tuyos —insistía—. Parecen unos
zarrapastrosos, unos zascandiles desarrapados. Así que hoy no sales
y menos con esos. Era
su frase favorita dirigida hacia mis compañeros de juegos. Y se
quedaba tan pancha tras prohibirme pisar la calle, algo que para un
niño como yo era como el respirar, una necesidad imperiosa tras
largas horas en la escuela, lo más parecido al paraíso: un lugar
para ser feliz unas horas. Así
durante varios años. Luego,
mi tía enfermó, quedó confinada de por vida a una silla de ruedas,
y fue perdiendo fuelle y energía, aunque mantuvo siempre su mirada
desaprobadora cuando yo salía a jugar a la calle. Hasta
que un día el médico que la atendía prescribió como terapia de
recuperación un paseo diario en su silla de al menos una hora, para
que le diera el sol y el aire. Alguien en la casa tendría que
hacerse cargo de ese paseo. Y por decisión familiar esa tarea recayó
en mí. Y llegó mi momento: —Tía:
esta tarde no te puedo sacar de paseo porque tengo deberes. Además,
la calle está llena de gente poco recomendable. Otro día será. Y
otro día: —Tía:
hoy tengo partido de fútbol. Tú verás. Si quieres te saco un poco
y luego te pongo un rato de portera, que nos falta Luisito. No te
preocupes. Tú no tienes que hacer nada. Ahí quieta como un poste.
Con la silla ocupas casi todo el arco.
Y no te preocupes por los balonazos, que mis amigos tienen muy mala
puntería. Y
la tía, con tal de salir un poco a que le diera el aire, afirmaba
con un gesto de la cabeza y comulgaba con ruedas de molino. Y
es que la venganza es dulce y, si se tiene un poco de paciencia,
llega a su debido tiempo.