Revista Cine

La tienda de los horrores – Escalofrío (Carlos Puerto, 1978)

Publicado el 08 octubre 2014 por 39escalones

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Pues sí, un escalofrío en toda regla es lo que te sube por la espalda y te sacude los bajos cuando te pones a ver una película y te aparece este fulano, el “profesor” Fernando Jiménez del Oso, para soltarte un prólogo, absolutamente banal, gratuito y, por tanto, prescindible, sobre la duplicidad en la naturaleza y el pulso entre contrarios, mientras se adorna la cosa con música satánica y unas cuantas estampas demoníacas, pinturas de Goya y grabados de La Biblia y La divina comedia incluidas, en ese lenguaje pseudocientífico empleado por los “investigadores de lo oculto”, los “estudiosos de lo paranormal”. Pasado el bochorno de semejante espectáculo, la cosa entra en materia. Y lo hace a lo bestia: el prólogo continúa con una ceremonia satanista en la cual, una especie de fraile calvorota y barbado se beneficia a una joven apetitosa y virginal ante un altar demoníaco y rodeado de tipos disfrazados con túnicas como él, y la cosa dura hasta que un puñal brillante y curvilíneo aparece donde corresponde… Pero esto es solo el principio. Incoherente y que nada tiene que ver con los personajes de la película, pero un principio al fin y al cabo.

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Pues eso: Andrés y Ana (José María Guillén y Marian Karr) una joven pareja que espera su primer hijo (luego nos enteramos de que tras varios intentos fallidos), se aburren en casa durante un puente. Como todas sus parejas de amigos han salido de la ciudad, están solos y no tienen mejor plan que sacar a pasear (ojo, en coche) a su pastor alemán, Blaky (no consta su nombre en el reparto; eso sí, sus ladridos se conservan en versión original). Parados en un semáforo, son interpelados por el conductor del coche de al lado, Bruno (Ángel Aranda), que reconoce en Andrés a un antiguo compañero de colegio, aunque a este Bruno no le suena de nada. Con Bruno va su esposa, Berta (Sandra Alberti), y ambos, dado que no tienen plan, les invitan a su casa para tomar un poco de vino, comer queso y escuchar música (planazo). La choza resulta ser una antigua casona de campo apartada del casco urbano, y la merienda deriva pronto en una conversación sobre el ocultismo, el más allá y el diablo. Vamos, lo normal en unos casi desconocidos mientras comen queso y beben vino (seguro que era cabezón y de garrafa). Algunos “pequeños” detalles (la fotografía de grupo del colegio, claramente manipulada; el hecho de que Ana sorprende a Berta comiendo carne cruda como si fuera un perro; lo dicho, detallitos) ponen en guardia a la pareja, pero aceptan hacer la ouija igualmente porque entonces no había videoconsolas y no estaban por el intercambio de parejas… aún. El demonio anuncia la próxima muerte de Bruno de un disparo en la cabeza, y también el amor secreto de Ana por Juan, el hermano de Andrés… El perro se pierde por el jardín, se avecina una tormenta, la luz se va y los truenos lo iluminan todo, llueve, cae la noche, misteriosos personajes acechan la casa, y extraños fenómenos a medio camino entre lo terrorífico y lo erótico comienzan a producirse…

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A pesar de lo risible que resulta hoy, en su momento, 1978, la película tuvo una gran acogida comercial por parte del público español. Tal vez se deba a que sus escasos ochenta minutos de metraje supone una amalgama de temas y motivos del cine de terror de importación que gozaba de más éxito por aquellos años, especialmente La semilla del diablo (Rosemary’s baby, Roman Polanski, 1968) y, en menor medida, El exorcista (The exorcist, William Friedkin, 1973), sin olvidar las ‘magnas’ aportaciones europeas a la cosa del cine satánico producto de las factorías Bava, Argento o Jess Franco. Así, los personajes se conducen de manera irracional, incoherente, a golpe de efecto de guion (y, lo que es más grave, no solo los que están locos o satanizados, sino también los “normales”), el argumento consiste en un continuo sube y baja de caprichos narrativos cuya única finalidad parece ser el mantenimiento de una atmósfera de amenaza, misterio y horror en abierta combinación con el erotismo softcore, orgía y escenas de violación (hetero y lésbica, para que no falte de nada) incluidas.

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Sin tres ni revés, absolutamente previsible en lo que al perro se refiere (su final está tan cantado desde el principio como el del soldado de una película bélica que le enseña a alguien la foto de su novia), con personajes que no aportan nada (el mendigo y el siniestro guardés de la finca no tienen ningún papel relevante excepto hacer bulto, rellenar minutos y sumarse a la sangre gratuita), las evoluciones de la inocente pareja protagonista resultan absurdas, sus dilemas psicológico-sentimentales son ridículos, su comportamiento inexplicable, y los giros de guion, metidos con calzador, absurdos desde otro punto de vista que no sea el intento gratuito de enmarañar la madeja anárquicamente para abofetear (terroríficamente hablando) al público a cada vuelta de proyector, especialmente la conclusión, con tres finales por el mismo precio: el primero, paradójicamente predecible desde el comienzo; el número 2, brutal por excesivo e inútil (hace inservible toda la comedia anterior); un tercero, el consabido epílogo perturbador de que la historia vuelve a empezar con otros inocentes y usando a los antiguos chivos expiatorios como cebo.

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En particular, la película carece de una línea clara en cuanto a cuáles son los motivos de horror a explotar: lo mismo mezcla el satanismo con la brujería, los zombis con los muertos vivientes, los complots ideados para embaucar a una pareja de palurdos con el canibalismo, la posesión demoníaca con los fantasmas. Total, ya puestos, les sale gratis. De este batiburrillo, en realidad, solo se extrae una colección de momentos patéticos, con pésimas interpretaciones (el doblaje de los actores, necesario por el concurso de intérpretes extranjeros, tampoco ayuda, como tampoco la música setentera de verbena cutre), una acción mal rodada (chapucera, más bien), un desaprovechamiento clamoroso de las posibilidades de ambientación y escenario (la verdad, la decoración satánica parece haberse llevado la parte del león del presupuesto, que, por otra parte, tampoco parece ser muy generoso), unos diálogos de broma y unas ínfulas de trascendencia y misterio que dan grima. Sin embargo, con las dosis convenientes de risas y predisposición al cachondeo por parte del espectador, la cosa puede hasta cuajar.

Acusados: todos

Atenuantes: ninguno

Agravantes: Jiménez del Oso, el prólogo, las incongruencias narrativas, las gratuidades, etc.

Sentencia: culpables

Condena: dieta de albóndigas y tarta de centro comercial de origen sueco

 


La tienda de los horrores – Escalofrío (Carlos Puerto, 1978)

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