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La tienda de los horrores – Latitud cero (Ido zero daisakusen, Ishirô Honda, 1969)

Publicado el 15 enero 2014 por 39escalones

latitud_cero_39La verdad es que, a pesar de lo anunciado, no hemos tardado mucho tiempo en encontrar otra obra digna de engrosar la galería del horror que atesora esta escalera y que hace las delicias de niños y grandes. En esta ocasión, se trata de Latitud cero (Ido zero daisakuse, 1969), cagarro fílmico producido por los “prestigiosos” estudios Toho con colaboración norteamericana, y que viene a sumarse a la copiosa trayectoria cinematográfica de Ishirô Honda, plagada de monstruos de esponja y felpa, Godzillas de cartón piedra, luchas de simios gigantes y demás cine fantástico con criaturas más o menos recreadas de forma vergonzosa, que amenazan a la humanidad. Tal es el desastre de las películas de Honda que, a su lado lado, incluso cosas como Humor Amarillo rozan la sofisticación y la altura intelectual.

Aquí la cosa empieza en plan Julio Verne para terminar en puro delirio que mezcla el tebeo de ciencia ficción con las marionetas a lo Barrio Sésamo: unas erupciones volcánicas subacuáticas en un perdido enclave del Pacífico malogran una misión científica de forma que los tres tripulantes del vehículo submarino, el científico japonés Ken Tashiro (Akira Takarada), el francés Jules Masson (Masumi Okada; sí, un japonés interpretando a un francés…), y un periodista americano, Perry Lawton (Richard Jaeckel), tienen que ser rescatados por un increíble sumergible atómico, enorme (no hace falta instrumental para detectarlo; basta con buscar un bulto enorme bajo el agua), vertiginosamente rápido, comandado por un extraño personaje, Craig McKenzie (Joseph Cotten), una especie de Nemo posmoderno. El tipo en cuestión se lleva a los tres científicos a un mundo ideal que han creado bajo el agua pero dentro de una burbuja de aire que permite recrear un espacio puramente terrestre, con edificios futuristas, flores silvestres, llanuras de césped, lagos cristalinos y amplias explanadas y espaciosas avenidas asfaltadas. Todo muy de ciencia ficción excepto la ambulancia, típico vehículo japonés de los sesenta, que recoge a los heridos que precisan atención médica… Todo, menos la ambulancia, puro cartón y papel pintado que canta a mil kilómetros, pero…

El caso es que McKenzie ha reunido allí a una gran cantidad de científicos y pensadores, dados por desaparecidos en la superficie, que andan ideando nuevos inventos que aseguren el progreso y el bienestar de la humanidad. Su antagonista, el malo maloso, no es otro que el Doctor Malic (César Romero, tan pizpireto y ridículo como siempre), acompañado de su fiel Lucretia (Patricia Medina), pareja de abuelos que parecen sacados de Benidorm, que atosiga y combate a McKenzie allí donde va, en todo lo que se propone por el bien de sus semejantes “terrestres”. Como no puede ser de otra forma, la cinta deambula en sus inicios por la perplejidad de los rescatados ante el descubrimiento de nuevas tecnologías y mejores formas de vivir, por un mundo en paz y armonía propio de Bob Esponja, para después centrarse en el enfrentamiento de McKenzie y Malic cuando éste secuestra a un científico y a su hija, ambos de viaje hacia el paraíso burbujeante del primero. Esto lleva a un combate final en el que Cotten y los suyos, ataviados como chicas-burbuja de navideño anuncio de bebida espumosa, asaltan la guarida de Malic, el cual se defiende con ayuda de sus “criaturas”: unos abominables hombres-murciélago que parecen hechos con un mocho y una mopa, y un león alado que presenta el aspecto de unas zapatillas de estar por casa inundadas de borretas de las que se acumulan bajo la cama. Los “exteriores” donde tienen lugar los combates (las chicas-burbuja disparan con sus guantes, por supuesto, apuntando con los dedos…) no son mucho mejores: rocas de plástico, bochornosas reproducciones a escala y chirriantes efectos de sonido que convierten a Luis Cobos en una delicia para los oídos. Por supuesto, los buenos ganan, los malos pierden, y cuando el periodista regresa al mundo real y es rescatado por la marina, asistimos a un desenlace propio del sobrino tonto de Mark Twain.Tamaño despropósito sólo resulta explicable desde la óptica japonesa del gusto por la ciencia ficción chabacana y cutre, por los monstruos que atacan a la humanidad, vengan de donde vengan, y por el riesgo del fin del mundo. Especialmente lamentable es la inclusión en el reparto de Joseph Cotten, al que da vergüenza ajena ver diciendo según qué cosas y luciendo según qué modelitos, más como si fuera un apuesto señor mayor gay en las noches locas de Ibiza que como encarnación del espíritu futurista de la ciencia ficción. Romero está igual de impresentable, pero le pega más. En cuanto al estilo, o lo que sea, de la película, destacan los planos como el que se muestra en la fotografía, esa pose colectiva ante el cuadro de mandos de los distintos submarinos, que Honda utiliza hasta la saciedad, como si los personajes estuvieran sentados ante una ventana que mostrara el fondo del mar, mirando directamente a cámara, moviendo mandos aquí y allá, poniendo cara de merluzos e intercambiando un catálogo de estupideces pseudotécnicas, acompañados de mucha fanfarria musical y tensión de baratillo, en secuencias irrisorias de una trama absurda y risible. Ver trotar a los personajes embutidos en amarillo achampanado entre rocas de plástico y cartón tampoco ayuda, y el desenlace final, el “despertar del sueño”, viene a confirmar la tomadura de pelo.

Con todo, los patéticos diálogos, especialmente las conversaciones Romero-Medina, pero en general todo lo que contiene la jerga supuestamente técnica que manejan los personajes, y sus patéticos intentos por transmitir alguna tensión narrativa o emoción dramática, continuamente cortados de raíz cada vez que asoma cualquier bicho peludo construido con los restos de alguna alfombra del rastro, invitan a disfrutar de unas buenas risas colectivas si la película se ve en grupo, con o sin consumo de alcohol. Pero ni eso salva a este despropósito bochornoso, del que imaginamos que Cotten debió renegar en cuanto pisó el plató, si es que no era él el que iba cargado de alcohol hasta las uñas de los pies.

Acusados: todos

Atenuantes: ninguno

Agravantes: los monstruos; de verdad que pocas veces se habrá visto en la pantalla semejante colección de basura

Condena: culpables

Sentencia: supositorios de arenque y por vía rectal

 


La tienda de los horrores – Latitud cero (Ido zero daisakusen, Ishirô Honda, 1969)

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