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La tienda de los horrores – Peggy Sue se casó

Publicado el 26 marzo 2011 por 39escalones

La tienda de los horrores – Peggy Sue se casó

Pues nada, ya tenemos otra vez por aquí al amigo Nicolas Cage…

Cuando Francis Coppola (se recuerda que el Ford de sus apellidos es un postizo) se sumerge en proyectos de encargo, en películas que no surgen de apetencias personales que consigan enajenarle hasta el punto de poner en riesgo todo su equilibrio vital, el grado de excelencia que logra en sus trabajos decae bastante, incluso desaparece; tanto, que resulta imposible descubrir en el resultado final nada que recuerde al director de la trilogía de El Padrino o de esa magnífica epopeya del lado oscuro que es Apocalypse now. Uno de los más bochornosos episodios de esta disolución en la nada más absoluta es la presunta comedia romántica Peggy Sue se casó (1986), una especie de Regreso al futuro sin cachivaches tecnológicos, sin abordar la cuestión de las consecuencias de la manipulación del pasado y sus efectos futuros, sin gags a recordar, y también más preocupada de azucararlo todo que de soltar de vez en cuando, como hace la película de Zemeckis, algún que otro dardo de mala baba. Y, desde luego, sin nada de ingenio.

La catástrofe se ve venir nada más comenzar: Peggy Sue (Kathleen Turner, esforzadísima en sacar petróleo de un personaje profundamente estúpido) y su hija (Helen Hunt) se preparan para asistir al vigesimoquinto aniversario de graduación del instituto de la primera, una ocasión gracias a la cual espera reponerse por un rato del desánimo que la invade desde que se separó de su marido (Nicolas Cage, simplemente horrendo, que debe su papel a ser sobrino del director). Las dos, en plan moñas, ocupan el rato en embuchar a la madre en el mismo vestido que llevó, todo con mucho besuqueo, mucha gilipuertez almibarada, mucho “te quiero”, “felicidad” arriba y abajo, y demás pijotadas. Cuando llegan allí, el aliciente consiste en reencontrarse con los viejos compañeros de curso y contarse cómo les han ido sus respectivas vidas, a la par que recuperar aquellos romances de pasillo y fiestas de fin de curso (o escandalizarse de cómo fue uno capaz de aquello). Por supuesto, el atontado de Cage aparece, y también el típico graciosete mamarracho de todas estas películas, que encarna un Jim Carrey que ya apuntaba maneras diciendo tonterías y bobadas supuestamente graciosas, gesticulando y articulando poses de absoluto ceporro sin gracia, como si su cerebro se hubiera quedado veinticinco años atrás. Como la idiotez está incompleta, es preciso culminarla eligiendo a los reyes del baile (recordemos, veinticinco años después se supone que ya son adultos) y, por supuesto, eligen a la recauchutada Peggy (imposible evitar paralelismos con la cerdita Piggy de los teleñecos…); a ésta, en vez de ponerse como una moto como Sissy Spacek en Carrie y bañarlos a todos en morcilla, le da un jamacuco de la emoción y se desmaya en el escenario. Cuando despierta, en plan Rip Van Winkle (sobre el que Coppola dirigió un programa televisivo al año siguiente), se da cuenta de que amanece veinticinco años atrás, y que todos sus compañeros de instituto, su familia, su ciudad, han regresado al pasado con ella.

Vaaale. Y entonces, ¿qué pasa? Pues que Peggy no para de abrazarse a los seres queridos que perdió y a los que recupera más jóvenes, revive antiguos momentos, dispone de nuevas oportunidades y, sobre todo, se encuentra en encrucijadas en las que ahora puede escoger otro camino al elegido en su día… Todo, eso sí, con mucho azúcar. Entre tanto, relata a varias personas su odisea, y éstas, por supuesto, no llaman al manicomio más próximo, sino que la creen a pies juntillas e incluso, como sus abuelos, cooperan en sus pretensiones regresoras (uno de los episodios más patéticos es aquel en que su abuelo la lleva a la “logia” local, un sitio donde un montón de yayos, en una especie de templo masónico, visten túnicas púrpura y llevan birretes con borlas y cascabeles dorados como el comodín de la baraja). Eso sí, con gelatina y caramelo para rebozarlo. El quid de toda la cuestión son sus relaciones con su novio, el patán de Cage (aquí además en versión rubia, con tupé, y en plan años sesenta), el análisis de por qué en su vida futura llegaron a ser tan distintos y a terminar separándose.

La película resulta infumable. La escasez de momentos ingeniosos y divertidos que la situación permitiría, como sí supieron ver bien Zemeckis y compañía, es alarmante, y la concentración en el tema amoroso y el baboso barniz romanticón en el que está bañado todo conduce inevitablemente al tedio y a la ausencia de emociones. La horripilante estética sesentera de los niños bien, el ensalzamiento del American way of life de aquella época como propaganda anticomunista que Zemeckis usa acertadamente como vehículo de parodia en su película pero que en este caso es una pura apología de los valores wasp, nada entre el ridículo y la estupidez, y la gracia y el humor, depositados en buena parte en Nicolas Cage y Jim Carry, ni están ni se les espera.

Dirigida sin personalidad ni carácter, carente del mínimo ingenio y desperdiciando todo el potencial cómico de la historia, sin juego alguno de paralelismos sociológicos entre pasado y presente, sin ironía, sarcasmo ni guiños cómplices al espectador (aquellos momentos de Regreso al futuro, por ejemplo, como el de la Pepsi o el de Chuck Berry, por citar dos), y con unas interpretaciones que van desde lo lamentable (Cage, Carrey) a lo estéril (Turner, por más que se esfuerce, es imposible que una mujer de 32 años pase por una adolescente de 16, de la misma manera que, ya de vuelta, un Cage de 22 aparente ser un hombre de 35), la película se entrega por completo a la construcción de un pastelón sentimentaloide y llorica, a la exaltación del peso de la tradición en la sociedad americana, en la que las únicas notas de interés son la aparición de dos viejas glorias como John Carradine, disfrazado de masón, y la entrañable presencia de Maureen O’Sullivan, la novia de Tarzán en aquellas aventuras africanas, que llevaba casi treinta años sin asomarse a la pantalla.

Película apta únicamente para quienes necesiten inyectarse glucosa en vena en paquetes de cinco kilos. Puro aburrimiento. Una bobada. Ay, Francis, quién te ha visto y quén te ve…

Acusados: todos
Atenuantes: Carradine y O’Sullivan
Agravantes: Cage y Carrey
Sentencia: culpables
Condena: un continuo, irresistible y eterno picor en las corvas


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