Revista Cine

La tienda de los horrores – Vivir y morir en Los Ángeles (Live and die in L.A., William Friedkin, 1985)

Publicado el 18 octubre 2013 por 39escalones

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Pasó, y pasa, por ser una de los más importantes y celebrados dramas de acción policiaca de los años ochenta, pero, vista con ojos del siglo XXI, Vivir y morir en Los Ángeles (Live and die in L.A., 1985) resulta profundamente ridícula. Dirigida por el en otro tiempo (una década atrás) excelso William Friedkin, autor de las magníficas Contra el imperio de la droga (French connection, 1971) o El exorcista (The exorcist, 1973), además de la cinta que acabó con su carrera de cineasta de primera línea, Carga maldita (Sorcerer, 1977), remake, con Francisco Rabal en el reparto, de la muy superior El salario del miedo (Le salaire de la peur, Henri George Clouzot, 1953) que le fue vivamente desaconsejado por directores franceses como Truffaut pero que, llevado adelante con cabezonería y falta de reflexión terminó por sepultar su buen oficio, la película posee algunas de las notas positivas del brío y el talento de Friedkin como director, pero no son suficientes para salvar un conjunto pobre de estilo y realmente absurdo en cuanto a su concepción de momentos claves del filme. Un problema de guión que, por esencial, y por falta de talento interpretativo que consiga limar las aristas y tapar los huecos, hace que se tambalee todo el resultado.

La trama es tópica y sencilla: Chance, un agente del servicio secreto (William Petersen o William L. Petersen, el famoso Grissom de la serie CSI Las Vegas), intenta vengar por todos los medios, legales o ilegales, la muerte de su compañero, a dos días de hacer efectiva su jubilación, a manos de un buscado falsificador de dinero, Eric Masters (un bisoño Willem Dafoe). Punto final. La nota diferencial de la película debería ser la forma, y no carece de retazos de esa presunta calidad distintiva, pero su tono campanudo, solemne y grandilocuente, bajo el que se revela constantemente una evidente cutrez, unida a unas interpretaciones que van de lo vulgar a lo risible, hacen que se resquebraje cualquier intento de sobresalir fundamentado principalmente en unas bastante dignas secuencias de acción, persecución y violencia. Éstas son el punto álgido del filme, ya sea por los pasillos de un aeropuerto tras la carrera de John Turturro, uno de los emisarios de Masters, ya en coche y por las calles de Los Ángeles, en una emulación del talento de Friedkin para la acción de sus mejores tiempos, o en sus tiroteos sangrientos y de compleja y talentosa puesta en escena. La temperatura de la cinta va subiendo, en lo que a la acción se refiere, hasta el duro colofón final, lo más salvable de la película, que, además de chocar en cierto modo con las expectativas del espectador, resulta eficaz y elaborado.

Hasta aquí las virtudes; vamos ahora con la caña. Partamos del insustancial prólogo del filme: en labores de vigilancia y custodia del Presidente de los Estados Unidos, de visita en la ciudad, Chance y sus compañeros abortan un atentado, supuestamente palestino o islamista, en un hotel. El terrorista en cuestión, que buscaba inmolarse en presencia del mandatario, se convierte en carne picada para hacer albóndigas cuando el explosivo le estalla mientras intentaba descolgarse por la fachada. Este prólogo, en la línea de las cintas de James Bond, poco o nada tiene que ver con el contenido posterior de la cinta, excepto para caracterizar lo más patético del filme, es decir, a su protagonista, William (L.) Petersen. Cierto es que el éxito de la película le valió el inicio de una breve, brevísima carrera cinematográfica cuyo mayor hito fue Manhunter (Michael Mann, 1986), la primera vez que fue llevado a la pantalla el personaje de Hannibal Lecter inventado por Thomas Harris (interpretado por Brian Cox). Pero no es menos cierto que después de media docena de títulos, pocos de ellos relevantes, Petersen desapareció de la escena hasta que fue recuperado televisivamente para la serie de “imaginativos” forenses. El problema de Petersen es que carece de enjundia para dotar al personaje de algo más que de una serie de patéticos tics que van desde su presunta hondura y sensibilidad, poniendo cara de resacoso recién levantado, a indigestos ataques de gesticulación y amaneramiento “supermoderno” y “superguay”, en plan listillo guaperas o galán de vía estrecha que necesita alzas en las botas (en la línea Tom Cruise, para entendernos), que a la perplejidad añaden la antipatía que hace que, una vez más, el público prefiera al malo (un Willem Dafoe que se come la película con su careto de enterrador, el mayor beneficiado del éxito de la película).

Los pequeños detalles en la concepción de la cinta no ayudan: Petersen tiene los peores andares de la historia del cine desde los tiempos de Charlton Heston; de hecho, no sólo le cabe un caballo entre las piernas, sino que cualquier dinosaurio de la factoría Spielberg podría vivir plácidamente junto a su pareja y toda su descendencia entre sus canillas. Friedkin, lejos de captar este detalle y, como solía hacer el cine en los viejos tiempos, mitigarlo o camulfarlo con el uso de planos de cintura para arriba, se explaya en el retrato de Petersen andando en cuanto tiene ocasión. El hecho de que Petersen tenga que ir de guaperas supone que debe vestir vaqueros apretadísimos y botas de vaquero (con tacón, claro), con lo cual este “defecto” gobierna todas las tomas en las que aparece de cuerpo entero. Milagrosamente, este problema desaparece en los momentos en los que Petersen corre (y corre mucho), si bien Friedkin no detecta otro problema: milagrosamente, el personaje de Petersen sabe de antemano en qué secuencias le va a tocar correr, de manera que, cuando no tiene que correr, se calza las botas, pero, por ciencia infusa, cuando va a tener que perseguir a alguien, resulta que, preventivamente, antes de salir de casa se ha puesto zapatillas de deporte. Estos pequeños detalles son los que arruinan el verismo de una película, lesionan irreversiblemente su credibilidad.

El discurso sobre la corrupción y la rectitud, incluso cuando van orientados a un fin superior (la captura de un delincuente), queda tenuemente esbozado, ya que no se vuelca sobre el protagonista, sino sobre su subalterno (John Pankow), que protagonizará el giro final y sobre el que, por tanto, recaerá la carga “ideológica” de la historia. Su contrapunto es el abogado de Masters (Dean Stockwell), hace años captado por el lado oscuro de la ley. Pero no radica aquí el problema de la cinta, sino más bien en la construcción del guión: en la historia no ocurren las cosas que deben ocurrir conforme a la dinámica narrativa, a las necesidades de la historia, sino más bien de acuerdo con aquello que necesita la película para, supuestamente, mantener su idea de dramatismo o acción interesada. Esto, a menudo, crea situaciones absurdas, entre las cuales destacan el hecho de que, después de que Chance convenza al juez para otorgarle la custodia de uno de los secuaces detenidos de Masters con el fin de que le lleve hasta él, y con la excusa de visitar a un familiar al hospital (del que nunca antes se ha dicho nada), le propine a Chance una paliza de mil demonios para huir de él, en pleno pasillo de la clínica. Chance queda así retratado como un tipo que va de guay pero que en realidad es un paquete de cuidado. En la captura de Masters no salen mejor parados: cuando el policía lo tiene en el suelo, a su merced, se queda hipnotizado ante la columna de fuego, embobado, atontado, casi en trance, en vez de rematar al malo o esposarlo; ¿resultado? Que Masters se levanta y, con un extintor, lo muele a palos tranquilamente, empanado perdido. Asimismo, cuando Petersen persigue a Turturro por el aeropuerto hasta desembocar en los servicios públicos, después de conseguir hacerle salir de la cabina del retrete donde se ha escondido, a pesar de llevar un arma, se deja sorprender y apalizar, y sólo la intervención de su compañero logra salvarle. Por último, cuando Chance y su nuevo compañero vigilan la guarida de Waxman, uno de los esbirros de Masters que le ha traicionado, a la espera de que el malo maloso aparezca por allí, ambos se quedan dormidos en plena vigilancia, sin que se les ocurra hacer guardias ni relevos, simplemente porque tienen que estar dormidos cuando Masters aparezca allí para liquidar a Waxman.

En resumidas cuentas, Chance es un listillo, guaperas y tipo duro y resolutivo que en realidad es el policía más inútil que se recuerda: no sólo se le escapan todos los delincuentes, sino que cuando lo cogen, le sacuden; se queda dormido en las vigilancias, se salta todas las normativas y, para colmo, al final, la caga por completo. Un héroe de pacotilla envuelto en una horterada ochentera de diseño presuntamente moderno. La película, por tanto, desde su tópico inicial, ya mal tratado de origen (¿por qué, si son compañeros, el amigo de Chance decide ese día ir a investigar solo a una nave abandonada, donde se supone que se esconden Masters y sus colaboradores? Pues únicamente porque así lo pueden matar tranquilamente y su compañero puede vengarse), avanza no según el contenido narrativo y dramático que se le supone, sino como una acumulación de efectismos pobres y teledirigidos a fin de crear una gigantesca sinfonía del capricho argumental, a golpe de antojo, sin lógica interna, hilo causal ni coherencia interna. Un bluf de 111 minutos que, por si fuera poco, se reboza en esa estética ochentera que hoy nos resulta tan lamentable.

Acusados: todos, especialmente Petersen

Atenuantes: el excelente tratamiento de los momentos de acción

Agravantes: la interpretación y la caracterización de Petersen, y todas las incongruencias narrativas al servicio de los efectismos

Sentencia: culpables

Condena: rodar “Vivir y morir en Lepe”.


La tienda de los horrores – Vivir y morir en Los Ángeles (Live and die in L.A., William Friedkin, 1985)

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