Imposible obviar, en este recuento de emociones, dos tormentas leídas (es decir: vividas por delegación): Tormenta de verano, la novela de Juan García Hortelano que pasaría a ser la metáfora de la vida "colonial" (de colonia o urbanización) en que se refugiaba, en los años cincuenta y sesenta, cierta clase media con afán de modernidad en algunos lugares emblemáticos de la Costa Brava. Aquella lectura está vinculada a largas horas de siesta sin siesta en mis veranos de bachiller, y al olor del salitre, y del viento algo más frío llegando del mar después del aguacero, un viento que olía también a redes, a caracolas, a algas acumuladas junto a medusas muertas y astrosas bolsas de plástico, al sexo frío del cadáver de la muchacha que apareció en la playa y que abría la novela a los meandros del argumento....
Y, por último (y vuelvo al principio) la tormenta que se desata, en los capítulos finales de mi novela Verano (2008), durante la cena con que sus personajes "celebran" el final de unas vacaciones que han durado quizá demasiado. Una tormenta que está cargada de experiencias personales, que sintetiza todas las tormentas vivídas y leídas a lo largo de mi existencia y que llena de melancolía y evocaciones a quienes representan a las dos generaciones que dan vida a la novela: los adolescentes que están descubriendo el amor y a los que la tormenta les sirve de excusa para refugiarse en un erotismo torpe, naciente y maravilloso; y los adultos "acuarentados" (te la debo, Manolo) que contemplan su pasado en el espejo de la lluvia y de la noche.