El mago Morgon, un ser ambicioso y maligno, mantenía prisionera a la princesa en el interior de aquella torre construida con su magia. Las paredes que la custodiaban eran de marfil liso, sin fisuras a las que aferrarse y tan resbaladizo que ni siquiera la hiedra trepadora se sujetaba sobre ellas, incluso los hilos de las arañas se deslizaban sobre la pulida superficie de los muros hasta depositarse en su base. Sólo la luz penetraba en su interior, y lo hacía a través de la inalcanzable cúpula de cristal que la cubría. Tan inexpugnable era aquella fortaleza que ni siquiera el mago que la había creado era capaz de entrar en ella.
Por las noches, Ahiara no dormía. Para conciliar el sueño contemplaba las estrellas a través de la cúpula. Soñaba con tocarlas y los ojos se le llenaban de lágrimas. Bajo el anhelo de su mirada los rayos estelares se convertían en diamantes que se derramaban sobre la torre en copos de cristal. Ahiara se dormía entonces. Al amanecer, el mago acudía al pie de la torre para recoger los brillantes que la rodeaban.
Ajeno a la ira del mago, el árbol gigante se expandía día a día. Sus ramas se balanceaban en el viento y rozaban la cúpula de cristal. La princesa, en lugar de las estrellas, observaba hipnotizada el temblor de las hojas. Entre ellas los rayos de las estrellas titilaban, sin llegar a desprenderse de los astros.
Una mañana el mago montó en cólera, removió el aire con su varita para transformar el viento en huracán y lo lanzó contra el follaje. Las ramas se agitaron, al resquebrajarse se inclinaron hacia el suelo y las hojas cayeron. El mago se sintió satisfecho: ya no obstaculizarían la visión de la princesa.
Durante los meses siguientes, la nieve nocturna cayó sin interrupciones. Morgor recogía los copos y dedicaba las horas de luz a contemplar fascinado sus riquezas, en ocasiones tan fijamente que hasta se olvidó de parpadear. Sus ojos, encandilados, se abrasaron. El resto del mundo se tornó opaco. No obstante, el mago, embriagado por el resplandor de su tesoro, no se percató de su creciente ceguera.
Al sentir la sacudida, las ramas del gran árbol se agitaron. Muchas seguían dañadas por el ataque previo del mago y, en su fragilidad, se troncharon. Penetraron en el interior del torreón a través de las brechas que lo hendían. Ahiara, aterrada, yacía inmóvil en el suelo, acurrucada en un rincón. Las ramas se trenzaron sobre ella y para protegerla con su entramado de los fragmentos de marfil y cristal que llovían sobre su cuerpo.
La torre se desmoronó. Los grandes bloques de la pared se desplomaron. Morgor, ciego y cegado por la ira, la escindía con rabia. Las piedras cayeron sobre él sepultándole en el túmulo que el mismo había creado con su hechizo.