Si la animación tradicional, en dos dimensiones, resulta cada vez más difícil de ver en una sala de cine -la gran excepción es el anime japonés, que tampoco aparece frecuentemente en nuestras pantallas- la animación para adultos siempre ha sido una rara avis. Por esto, la aparición de una obra como La tortuga roja es sin duda un acontecimiento feliz, que esperemos sea la continuación de una nueva tendencia y no el canto de cisne de un género cinematográfico de infinitas posibilidades. Este año, esta primera producción no japonesa de los prestigiosos estudios Ghibli -Mi vecino Totoro (1988), El viaje de Chihiro (2001)- podría unirse en la carrera hacia los Oscar a la magistral Miss Hokusai (2015), otra muestra de cine animado para adultos que no debéis dejar de ver, aunque sea en formato doméstico. Volviendo a la película que nos ocupa, dirigida por el holandés Michael Dudok de Wit -que se estrena como director de largometrajes, después de una premiada carrera en el corto animado- estamos ante un film bellísimo que apuesta por la línea clara franco-belga para contarnos la historia de un solitario náufrago obligado a vivir en una isla desierta. El relato, sin embargo, no tiene un ánimo desesperado, sino más bien apacible, resignado. Dudok de Wit encuentra, sabiamente, la belleza de la naturaleza en una situación inclemente para el único hombre de la existencia. La llegada de este personaje sin nombre -sin voz, no hay diálogos, no hacen falta- a la isla puede interpretarse como su (re)nacimiento, lo que da pie a que nos cuenten el ciclo de la vida en clave poética, incluso fantástica. Así, el argumento transcurre suavemente y en un suspiro, a pesar de la sencillez de un relato cuyos conflictos son abordados como sucesos tristes, sin duda, pero también inevitables y naturales. Como parte de la existencia. La historia es decididamente onírica y no conviene desvelar el papel que juega el quelonio rojo del título, desde ahora un símbolo de la nostalgia de lo que no pudo ser. No dejéis de ver La tortuga roja