A veces es inevitable que el rumor de las alabanzas alrededor de una película llegue a tus orejas antes del propio estreno. Por mucho que te esfuerces en no crearte unas expectativas o ideas preconcebidas antes de verla, al final es una batalla perdida . Con La tortuga roja ha sido un imposible por diversas razones. Para empezar, fue premiada en el Festival de Cannes, y cuando un galardón de esta altura se entrega a una película de animación, resuena un poco más de lo normal.
Luego además está el nombre -quizás no tan mediático- de Michael Dudok de Wit, director ganador de un Oscar al mejor corto de animación, que debuta con este largometraje; y quizás lo más destacado, la participación de la productora Studio Ghibli, responsable de obras tan inmortales como Mi vecino Totoro o El viaje de Chihiro, entre otras muchas, por primera vez en un trabajo fuera de Japón.
Por todo ello, y a pesar de ser una película de animación, cuando comienza La tortuga roja sabes que la edad a la que va dirigida no tiene límite. Solo hay que sentarse y estar preparado a viajar a través de las imágenes. Después de sus 80 minutos de duración, no cabe duda que no estamos ante una película de dibujos más.
Con un estilo minimalista, sencillo, y a la vez de una belleza hipnótica que realza la sutileza de la historia, La tortuga roja es capaz de captar la atención de los espectadores sin que sea necesario el uso del diálogo en toda la película. El poder de la trama y el lirismo de las imágenes, son más que suficiente para que sea imposible no caer embaucado por el trabajo de Dudok de Wit.
Un náufrago, una isla desierta, una tortuga roja. Con estos elementos el director crea una historia con la que cualquiera puede sentirse identificado y conmovido. Sin duda, La tortuga roja es de esas películas que de un modo u otro trascienden en el tiempo gracias a la intemporalidad de sus imágenes y el reflejo en el que cualquiera puede mirarse en esa isla perdida en mitad de cualquier océano.