Gregorio J. Pérez Almeida.
La tortura del torturador ¿Quién conoce a un torturador? ¿Cuántos son? ¿Recuerdan su rostro sus víctimas? ¿A quién ama un torturador? ¿Pueden sus manos asesinas acariciar el rostro de un hijo, de una madre? ¿Puede una mano que mata donar cariños? ¿Se conoce un torturador a sí mismo? ¡Cuántos interrogantes sobre esos seres humanos que viven en las tinieblas del dolor bárbaro! Nicolás les pidió, por favor, a los torturadores de la Cuarta República que tuvieran un gesto de humanidad, aunque sea terminal, y digan dónde están los cuerpos de sus víctimas ¿Oirá el torturador otro sonido que el grito de dolor de sus víctimas? Preguntas sin respuestas. Pero el torturador sí escucha… Franz Fanon, en “Los Condenados de la Tierra”, relata las confesiones de un torturador francés que realizaba su “trabajo” en la Argelia colonizada y un día acudió a su consultorio de psiquiatra: “…algunas veces dan ganas de decirles que si tuvieran un poco de piedad por nosotros hablarían sin obligarnos a pasar horas para arrancarles palabra por palabra los informes. Pero, ¡quién va a poder explicarles nada! A todas las preguntas responden ¡No sé!. Ni siquiera sus nombres. Si se les pregunta dónde viven, dicen ¡No sé! Entonces, por supuesto… hay que hacerlo. Pero gritan demasiado. Al principio me daba risa. Pero después empezó a inquietarme. Ahora basta con que oiga a alguien gritar y puedo decirle en qué etapa del interrogatorio está. El que ha recibido dos puñetazos y un macanazo detrás de la oreja tiene cierta manera de hablar, de gritar, de decir que es inocente. Después de estar durante dos horas colgado de las muñecas tiene otra voz. Después de la tina, otra voz. Y así sucesivamente. Pero sobre todo cuando resulta insoportable es después de la electricidad. Se diría a cada momento que el tipo va a morir…” Luego de estas confesiones, el torturador continúa: “No nos interesa matarlos. Lo que necesitamos es el informe. A [los duros] se trata primero de hacerlos gritar y tarde o temprano gritan. Eso ya es una victoria. Después seguimos. Le advierto que nos gustaría mucho evitarlo. Pero no nos facilitan la tarea. Ahora oigo esos gritos hasta en mi casa. Sobre todo los gritos de algunos que han muerto en la comisaría”. Dice el refrán popular: “No hay hombre tan malo que no tenga algo de bueno; ni tan bueno que no tenga algo de malo”. Por ello es que el torturador sí escucha. Y escucha algo más que los gritos de sus víctimas: escucha su conciencia, porque, como dijo Gustavo Pereira en el suplemento “Letras” del domingo 3 de febrero, por muy reptil que sea el cerebro del ser humano, tiene otros componentes que lo elevan sobre su animalidad biológica y que le permiten disfrutar de cariños y ternuras en la infancia, de besos inocentes en la adolescencia y libidinosos en la juventud, y gracias a los cuales puede soñar con un amor verdadero y pensar en la posibilidad de una vida mejor. En fin, que quien tortura a otro ser humano no deja de ser humano, sino que, quizá por fanatismo religioso o político, o enfermedad mental, deja de sentir compasión y permite que su agresividad innata rompa los tejidos que lo atan a la humanidad. Las últimas palabras del torturador paciente de Fanon fueron: “Doctor, me repugna este trabajo. Y si usted me cura pediré mi traslado a Francia. Si me lo niegan, presentaré mi dimisión”. Por eso, ¿quién quita que los torturadores de la Cuarta República hayan escuchado a Nicolás y se active en ellos esa parte del cerebro en la que, dice el poeta Pereira, “se gestan la emotividad, el altruismo, el amor, la religiosidad y en la que está la marea primaria de la poesía”? Claro, no creemos que un torturador pueda hacer poesía. Su límbico está muy deformado y en poesía el dolor y la muerte expresan sentimientos sublimes y bellos. Pero debe tener restos de humanidad, porque no ha dejado de ser humano. Entonces, puede arrepentirse, el primer paso hacia el perdón, y acercarse a la Comisión de la Verdad que se instalará, aquí en Caracas, el próximo 27 de febrero.