Plaza de toros Monumental de Pamplona. San Fermín. Sexta de feria. Lleno. Toros de Dolores Aguirre para Ivan Fandiño, David Mora y Joselillo.
Nada que ver la corrida de la señá Dolores con las que pudimos disfrutar aquí hace un año o en la isidrada de Madrid. Correctos de presentación, mansos, como era de esperar, algunos tirando al buey y otros sacando ese fondo de casta que hace que embistan con transmisión, presentando sus dificultades. Segundo y sexto bis, buenos, tuvieron unas cuantas arrancadas vibrantes, los demás no llegaron a tanto. Defraudando, estas ganaderías siempre dejan algo que otras no pueden ofrecer, aun triunfando. Toros con la boca cerrada hasta el final, pencos por los suelos, hombres al agua, tercios de banderillas sin ofrecer su rendición o no dejarse matar como corderillos asustados. También son éstas características del toro de lidia, que aunque se encuentran cada vez más perdidas en el oceáno de los tiempos, siguen suscitando el interés del aficionado.
Se presentaba en esta plaza el vasco Iván Fandiño, que empieza a acudir a todas las ferias importantes como el yerno que va los domingos a comer a casa de la suegra: todo buenas intenciones, pero sin terminar de cuajar la cosa. Su toreo apunta alto pero no termina de disparar. Es uno de esos toricidas, que amparándose en un sello clásico y ortodoxo dan cobijo a unas formas frías y rutinarias. No está de más arrebatarse, sin llegar al esperpento, y respetando unas normas. Que ya dijo Belmonte aquello de `torear es básicamente un ejercicio espiritual´. Debería de serlo más aún cuando el toro no pone el espíritu que se le supone: el de la lucha, el de la casta. Otra tarde que se le escapa entre los dedos.
Mora, David, se llevó uno de los dos con posibilidades. El segundo, nada del otro mundo en cuánto a presentación, pero con muchas teclas que tocar, se le fue a medio torear. Sacrificó, como es costumbre en estos tiempos, la colocación, la pureza en el cite y el mando en pos de la estética del muletazo. Mucho pico, perfilero y despegado, aunque la condición de manso del galafate le hacía difícil mantener la colocación deseada. Dos series, ligadas y templadas por la derecha y una con la zocata, irregular y embarullada, le valieron para que le dieran otra oreja de esas que cuelgan al lado del perrito piloto en la tómbola.
Jo-se-lillo, Jo-se-lillo, cantaban las peñas del sol, cuándo rodilla en tierra, torero en los medios, toro en tablas, empezaba la lucha. Era el sexto bis. Allí no hubo arte, ni toreo, ni dominio, ni nada que pueda interesar seriamente al que entiende de toros. Sí que hubo cantidades industriales de muletazos, mucha vergüenza torera -aunque no se usara para torear- y unas ganas tremendas por las dos partes -torero y público-, de conseguir un mismo fin: el triunfo de Joselillo, torero serio, de castellanas costumbres, que hoy ha tenido que prostituirse -taurinamente hablando- para procurarse una puerta grande que le permita seguir ganándose la vida en el futuro. Si pudieramos rascar con una navaja en la corteza de ese gran árbol que es la Historia, veríamos que por orden de antigüedad, detrás del oficio de María Magdalena, se situaba el de matador de toros. Dos oficios que demuestran claramente que para triunfar hay que tragar sapos y culebras y traicionarse, en ocasiones, a uno mismo. Son escasas las excepciones que se ganaron un lugar de grandeza, sin apostatar en alguna ocasión de sus ideales. No podemos avalar con pruebas esta teoría porque los antis de la época, que también los hubo, se deshicieron de todas las evidencias. Curiosamente, o no, aquellos antis, como los de ahora, que defienden a rabiar el sentimiento animal, disfrutaban con un mismo pasatiempo: crucificar a los que piensan distinto a ellos. Para terminar, y no sacar más de madre el asunto, hay que subrayar que tras un bajonazo infame el presidente se sacó de la chistera la segunda oreja, que jamás debió de concederse. Ni tanto ni tan poco. Lo que le faltó a Fandiño le sobró a Joselillo, pero si hay que elegir, mejor el arrebato y el frenesí al tostón insustancial con el que nos machacan todas las tardes.