La Traviata en Les Arts

Publicado el 19 abril 2010 por Titus


Sobre esta Traviata se ha dicho ya practicamente todo, y cuando digo todo me refiero al espectro completo de opiniones que van desde el aplauso incondicional hasta la decepción o el aburrimiento pasando por el sí pero no. Ahí es donde me voy a situar yo, en el sí pero no. Sí, me lo he pasado bien, pero ni los cantantes eran para tirar cohetes ni la dirección de Maazel ha estado al mismo nivel que en otros títulos.


Empezaremos por el maestro Lorin Maazel. Lejos de jugar con el tempo y ralentizar a placer como viene haciendo habitalmente, quizá consciente de que esta partitura y esta orquestación no se prestan a tal práctica, la dirección de Maazel ha sido correcta en el primer acto, extrayendo como siempre un inmejorable sonido de la Orquestra de la Comunitat Valenciana (con la excepción de una pifia en el viento madera).

Ha habido ciertos desajustes con los cantantes, aunque creo que la culpa es más de estos últimos que del director. Me las prometía muy felices, pero en el segundo acto ha llegado el problema, con unas caídas de tensión en el dúo entre Giorgio Germont y Violetta que ríete tú de la red eléctrica catalana, seguidas por unas explosiones orquestales a todas luces excesivas, especialmente si se sumaba el Cor de la Generalitat Valenciana a todo volumen, como ha pasado en el finale del segundo acto.

El conjunto resultante, lleno de altibajos pero sin abandonar la corrección, recuerda al Maazel de las primeras temporadas, el de Simon Boccanegra o Carmen, que sin dejar de ser un gran director está lejos de sus mejores trabajos, como el Parsifal o la Madama Butterfly.


Con todo, no es en la dirección donde estriba el principal problema de esta Traviata sino en los cantantes. Si sobre las tablas hubiesemos tenido a tres estrellas prácticamente no habríamos reparado en la dirección, pero en vez de eso tuvimos a tres cantantes dignos de un segundo reparto pero no de un primero (y, en este caso, único).


Vittorio Grigolo (Alfredo), del que siempre me temo lo peor y al que siempre acabo salvando, volvió a lucir en su tercera visita a Les Arts una bella voz de timbre luminoso, parecido por momentos al de Pavarotti, pero que no va acompañado por una técnica ortodoxa ni por un mínimo cuidado del fraseo, lo que lo aleja del gran tenor de Módena y de cualquier otro buen cantante. Estuvo sobrado de entrega hasta el punto de sonar excesivamente enfático, pero carente de elegancia.


Mucho peor estuvo la soprano Hibla Gerzmava (Violeta), sobre todo en el primer acto, donde tuvo que enfrentarse a una coloratura que se le escapaba y que resolvió con unos extrañísimos efectos como de glissando que no son de recibo. Por lo demás, su canto resultaba monótono y en su faceta actoral tenía menos gracia que un tablao de airgamboys. Mejoró algo en el segundo y tercer acto, donde no se le exige coloratura, aunque caló ligeramente todos sus agudos.

Gabriele Viviani (Giorgio Germont), otro veterano en Les Arts, me parece un error de casting. Canta bien, pero su voz es demasiado lírica, demasiado clara para hacer de Giorgio Germont, un papel que sin duda acabará cantando de forma excelente con el transcurso de los años. Su rendimiento se vió perjudicado por la bajada de tensión en la dirección de Maazel mencionada más arriba.


Y por último, la puesta en escena dirigida por Henning Brockhaus con escenografía del fallecido Josef Svoboda, basada en un espejo gigante que refleja una serie de telas puestas en el suelo que se van retirando durante la obra, cambiando así la ambientación. Se supone que el juego de reflejos es un símil de la doble moral de la sociedad. La idea no es mala, aunque sí poco original, y se combinan momentos muy logrados, sobre todo en escenas muy concurridas, con otros donde el resultado es algo pobre.

Eso sí, la sonoridad de las voces gracias al espejo que cubre el fondo del escenario es excelente, incluso cuando cantan de espaldas al público. La principal pega de esta producción es que está pensada para ser vista desde la platea, pues desde los pisos altos no se ve el reflejo de todo el suelo, quedando por tanto el decorado a medias.

El final, en el que el espejo cambia su ángulo y el público se ve reflejado mientras Violetta muere, es un error por dos razones: distrae la atención en la escena más dramática de la obra y lleva un mensaje moral, pretendiendo hacer notar al público que forman parte de la sociedad que ha condenado a Violetta, que a estas alturas me parece inaceptable.

Al final, aplausos, bravos y ovaciones desmedidas de un público entregado, Maazel muy sonriente y todos para casa, unos en una nube y otros pensando que la semana que viene toca La Vida Breve y Cavalleria Rusticana donde, según cuentan, sí que podremos escuchar al Maazel de las grandes ocasiones.