No: Almond no era ningún héroe cuando Soft Cell se desmenuzó, se dice, prácticamente cuando, o incluso antes de que se grabara su tercer y último disco. Justo en ese momento, se dice, insisto, no podían ni ser considerados un grupo. Ya no voy a decir más "se dice". A partir de aquí, mi relato se nutrirá básicamente de conjeturas. Almond tenía un aspecto horroroso: pelo largo y encrespado en onda after-punk, gorra de plato, de cuero, camisetas casi siempre negras sin mangas que mostraban unos brazos que aún no habían sido sometidos a los tatuadores más estajanovistas. Blancucho, con cara que en algunas fotos parecía la de Rowan Atkinson, ojos completamente espachurrados en rimmel, collares y pulseras que le iban grande dada su insana elgadez. Estaba, seguro, metiéndose en el cuerpo alguna cosilla. Ignoro si a consecuencia de una mal asumida decadencia del éxito comercial del grupo, de una mala convivencia con Dave Ball, o lo que fuera. Pero Almond era la viva imagen del divismo mal entendido.
La aventura es vocacionalmente minoritaria, pasa desapercibida a todos los niveles, en un mundo enfrascado, aún, en identificar a Almond con su antiguo grupo. A Marc esto le da igual: su técnica como cantante se ha ido depurando progresivamente y decide iniciar ya una carrera sin el amparo de un grupo. Su estética cambia: el pelo es corto, casi aplastado de gomina: empieza a tatuarse los brazos profusamente y a integrarse en una parafernalia difícilmente definible. Los discos se suceden en solitario, aunque puntualmente nombra bandas de acompañamiento: The willing sinners, La magia...con ciertos miembros que repiten, pero cada vez más obsesionado en hacer la guerra por su lado, por su cuenta y riesgo. Su obra desde entonces es simplemente inabarcable, por extensa, por variada, por irregular, por esa coherencia que radica paradójicamente en comportarse de manera errática e incoherente.
Transita desde unos primeros discos despistados pero aún con cierta repercusión, donde parece dar la espalda al tecno, centrándose en melodías más clásicas, usando violines, usando cuerdas, tomando una pose prácticamente marginal y cabaretera, con ediciones sólo para fans, con colaboraciones de lo más variopintas, adaptando clásicos franceses, clásicos rusos, producciones ampulosas e hipertecnificadas alternadas con espartanas grabaciones de voz y piano, errores en acercarse al glam-rock, errores en colaborar con Bronski Beat, breves reapariciones en las listas de éxitos ( a dúo con Gene Pitney, una vieja gloria del pop), homenajes megalomaníacos a Scott Walker, a Jacques Brel, a los dos a la vez, a Kurt Weill, a Aznavour y a toda la canción francesa, a poetas malditos, a héroes más malditos y marginales y olvidados aún, discos de versiones, homenajes a Truman Capote, canciones de taberna y puerto y casi piratas de parches en el ojo y espada fácil (úsese el término espada en sustitución de cualquiera más tenebroso y explícito).
No quiero morirme sin verlo otra vez en vivo. No quiero morirme sin haber criticado que se maquille como el entrañable crápula que es y siempre querrá seguir siendo. Sin atribuir esa pinta a insana al abuso de la absenta, o del éxtasis, o de las noches interminables en cuartos oscuros repletos de los marineritos que en cierta época parecían fascinarle. O de todo a la vez. Sin recordar que cuando oí Tainted love, canción que él debe odiar, porque el mundo le recordará por ella en vez de por todos los cientos de canciones restantes que creó, o a las que su voz dio nueva dimensión... que cuando oí Tainted love, vaya usted a saber si por casualidad o porque entonces ya iba tocando, mi vida cambió.