Nadie cuestiona el valor del turismo, que cuando es de calidad aporta mucha riqueza, pero si tiene un peso desproporcionado en la economía de un país representa demasiado riesgo y debilidad.
La producción del turismo, magnitud que mide el valor de los bienes y servicios puestos en el mercado, se situó el año 2019 en 297.122 millones de euros, el 9,35 % más que en 2018, mientras que la aportación del sector al PIB subió siete décimas y se situó en el 12,5 %. Pero la realidad supera esos datos porque hay muchos sectores que también dependen del turismo, como el comercio, la agricultura, el consumo de combustibles, los alquileres de coches, etc., hasta el punto de que puede afirmarse que el turismo aporta a España casi un tercio de su riqueza, demasiado para un monocultivo tan voluble y efímero.
Cualquier análisis serio permite concluir que la economía española parece diseñada por imbéciles o por enemigos de la nación.
No es cierto que Europa impusiera a España la condición de ser el gran bar europeo para ser admitida en la Unión. España se ha convertido en la finca de recreo de los europeos, donde es fácil y barato emborracharse, consumir drogas, fornicar y disfrutar del clima, porque los políticos españoles no supieron hacer otra cosa que aprovechar lo que ya existía: sol, playas y monumentos. Para ser competitivo y ser potencia en industria, ciencia y otros sectores se requiere eficacia e inteligencia, dos valores escasos en la España del posfranquismo.
La dependencia económica del turismo de la España del presente es tan grande y determinante que hay ciudades costeras que hasta sueñan con la llegada de los borrachos que vomitan, defecan y mean cada madrugada en las calles y playas.
El reciente recibimiento tercermundista de Mallorca a los turistas alemanes que han llegado como avanzadilla, entre aplausos y con un espíritu sometido que recuerda a la película “Bienvenido Mr. Marshal”, es todo un símbolo del pobre país que nos han construido nuestros corruptos e ineptos políticos.
Hubo un tiempo, no hace ni siquiera medio siglo, que España era la novena potencia industrial del mundo y la dependencia del turismo no era degradante. Aquella España constructora de barcos, camiones y electrodomesticos con acero propio ya no existe, tras ser desmontada y estigmatizada porque las izquierdas dicen que era "fascista".
Pero la verdad se impone tarde o temprano y hoy son ya millones los españoles que conocen la verdad: la España de Franco tenía un inmenso déficit en libertades políticas, pero era más decente, competitiva y vigorosa que la actual y, por supuesto, menos corrupta y con cien veces menos políticos y enchufados ordeñando el Estado, como hoy ocurre.
La España actual tiene una debilidad pasmosa en el diseño de su economía, dependiente en exceso de las empresas extranjeras afincadas en España, que pueden marcharse cuando quieran y dejar a España en la pobreza, del turismo, que se derrumba con las guerras y las pendemias, entre otros factores, y de la agricultura, débil porque los agricultores de África venden más baratos sus productos y Europa se los compra a ellos.
El déficit español en ciencia, tecnologías avanzadas, investigación, industrias y empresas propias de todo tipo es aterrador y deja al país debilitado y angustiosamente dependiente de factores externos.
El futuro de España no sólo está amenazado por el comunismo, sino por todo un paquete de riesgos y amenazas que tiñen de negro su porvenir como nación: pobreza, mal gobierno, rotura de la unidad, desempleo masivo, atraso y un largo etcétera de amenazas y riesgos, casi todos derivados del pésimo liderazgo de un país que si no estuviera frenado por la corrupción y el mal gobierno podría ser de los más prósperos del mundo.
Francisco Rubiales