Tenso silencio el que precede a la tormenta. Caía la tarde cuando, en el patio de la cárcel, los presos rodearon al orejudo que ya no era tal con el odio que les brillaba en las pupilas, que enrojecía sus mejillas sin afeitar y tensaba sus puños. Cayetano Santos encogió su cuerpo diminuto dentro del uniforme de tela amarilla y negra que había sido su única indumentaria desde hacía más de tres décadas y se dejó matar. Peritonitis, escribió el doctor de la prisión. Golpes, torturas y violación en masa, dijeron las malas lenguas. Al Petiso, que no llegaba a los cincuenta, nadie le lloró; no, desde luego, como habían llorado días atrás a los gatitos que, en un inesperado arranque de humanidad, habían cuidado con mimo los presos para que, al final, acabaran siendo pasto de la maldad del Petiso. Ni treinta y dos años en el fin del mundo le habían quitado las ganas de hacer daño. Allá, en Ushuaia, murió, al fin, el Petiso Orejudo y el mundo, durante escaso tiempo, fue ligeramente mejor.
Pero cualquier intento, cualquier rumor, cualquier secreto murmurado a voces, cualquier habladuría o leyenda que intente competir en lo inexplicable y lo macabro con todo lo que hizo el Petiso Orejudo se queda corto. Muy corto.
No sabían nada de él, porque, si no, no lo habrían soltado. Lo cierto era que Cayetano, en cuya cabeza ya destacaban dos prominentes e insólitos orejones, llevaba dos años cometiendo delitos bastante más graves que el de arrojar cascotes a los vecinos, pero nadie más que él y sus víctimas lo sabían. Él, de tan normal que consideraba su macabra afición, no soltaba prenda ni siquiera por el arrepentimiento que no sentía; ellas no decían nada porque apenas si sabían hablar.
Todo empezó en 1904, cuando, mediante engaños, llevó al pequeño Miguel de Paoli -no llegaba a los dos años la víctima, ni a ocho el agresor- a un descampado donde lo reventó a golpes. No llegó a matarlo. Y aquello, aunque fue una evidente suerte para el pequeño de Paoli y su familia, a largo plazo no hizo sino alargar la maldad del Petiso. De Paoli había sido, si así se quiere expresar, tan sólo un primer ensayo, y también lo fue, tiempo después, Anita Neri (imagen derecha), también de dos años, a la que intentó machacar la cabeza con una roca. La oportunísima intervención de un policía hizo a Godino alejarse del lugar y plantearse que, a partir de entonces, habría de ser más cuidadoso.
En la imagen: Godino reconstruye cómo apretaba el piolín con el que estrangulaba a sus víctimas.
Al volver de la cárcel a casa, Lucia Ruffo cuidó a su hijo como a ningún otro. Le permitió dejar de asistir, de una vez por todas, a la escuela. Le consintió. Le pasaba trapos fríos con todo el cuidado posible por la frente cuando la fiebre le subía demasiado y le dejaba desmayado en cama. Y así comenzó a matar el Orejudo por el día, sabiendo que, a la noche, el abrazo protector de la madre le esperaba, ignorante de su extrema maldad, en casa.
En la imagen: Caras y Caretas dedicó un extenso reportaje, en diciembre de 1912, al recién descubierto asesino.
De 1908 a 1912 la nieve emborronó la memoria del Orejudo. Nunca trascendieron los horribles actos que, en aquel lapso de cuatro años en el que se transformó de niño a casi hombre, probablemente hizo. Godino, sencillamente, nunca pudo recordarlos. Hay quien dice -las fuentes varían- que los pasó encerrado en Marcos Paz, un reformatorio en el que le enseñaron a escribir, y que no abandonó hasta finales de 1911, ante los ruegos de una desconsoladísima Lucia Ruffo. Sea como fuere, en 1912, las hormonas de los quince años y el perfeccionamiento de muchos años de estudio en la carrera callejera de torturador dieron sus frutos. Cayetano Santos Godino despertó de sus tinieblas con más ganas de sangre que nunca… y la tuvo.
Fotos policiales de Cayetano Santos Godino, 1912
Ocurrió en 25 de enero. El primer muerto, al menos el primero de aquel año: Arturo Laurora, un nene de trece años al que la desnutrición y la miseria le mantenían con el cuerpo de uno de diez, apareció muerto al día siguiente en una casa abandonada en el 541 de la calle Pavón. Alguien lo había violado y estrangulado con un piolín, con un cordel, y había abandonado su cadáver semidesnudo a los ojos del primero que pasara por allí: una pareja ilusionada que, sin esperarse tan macabra sorpresa, fue a visitar la casa al día siguiente con la intención de alquilarla. Todos los ojos se depositaron, una vez más, lejos del Petiso Orejudo. Mientras se interrogaba a los adultos fichados por delitos sexuales y sospechosos de pederastia, el Petiso preparó su siguiente asalto.
La víctima se llamaba Reyna Bonita Vainícof, su delito, quedarse pasmada mirando un escaparate precioso,
En la imagen: Reyna Bonita Vanícof, penúltima víctima del Petiso
Cayetano Santos Godino fue detenido al día siguiente, tras haber asistido a las labores de búsqueda del pobre Gesualdo y haber presenciado la reconstrucción del crimen por parte de la policía en un tiempo en el que no se ponía gran cuidado en espantar a los curiosos. En sus bolsillos el Petiso guardaba, orgulloso, los recortes de periódico que daban cuenta de los crímenes que había cometido. Un dato, sin duda, especialmente macabro si tenemos en cuenta que el pobre diablo casi ni sabía leer.
Las evidentes taras mentales del Petiso Orejudo hicieron que diera con sus huesos en un sanatorio mental, en el que fue fotografiado desnudo, en aquellos años en los que la maldad se intentaba medir por el físico del criminal. Allí intentó atacar a otros internos; meses después, un juzgado le declaró imbécil, pero no absoluto, y le mandó a la Penitenciaría Nacional. A partir de 1922 purgó por sus pecados en el fin del mundo, en el último reducto del país, en la prisión de Ushuaia, el peor sitio para los peores criminales. Y, aún así, todos eran mejores que él. En un intento un tanto inocente por curarle de sus taras mentales, la dirección de Ushuaia le sometió a una operación para rebajarle el tamaño del soplillo de sus orejones, en el que residía, decían algunos, la razón de su maldad. Pero al Petiso, Orejudo o no, ni siquiera le curó la muerte que vino a visitarle aquella tarde de 1944 a su catre de la celda 90 de Ushuaia. Jamás se arrepintió de sus crímenes y, lo que es peor, ni siquiera fue consciente nunca del problema que suponía el haberlos cometido. Él solo quería ver arder. Solo quería ver morir. Así de terriblemente sencilla puede llegar a ser la felicidad.
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