La triste felicidad de Cayetano Godino

Publicado el 31 diciembre 2013 por Aranmb

Tenso silencio el que precede a la tormenta. Caía la tarde cuando, en el patio de la cárcel, los presos rodearon al orejudo que ya no era tal con el odio que les brillaba en las pupilas, que enrojecía sus mejillas sin afeitar y tensaba sus puños. Cayetano Santos encogió su cuerpo diminuto dentro del uniforme de tela amarilla y negra que había sido su única indumentaria desde hacía más de tres décadas y se dejó matar. Peritonitis, escribió el doctor de la prisión. Golpes, torturas y violación en masa, dijeron las malas lenguas. Al Petiso, que no llegaba a los cincuenta, nadie le lloró; no, desde luego, como habían llorado días atrás a los gatitos que, en un inesperado arranque de humanidad, habían cuidado con mimo los presos para que, al final, acabaran siendo pasto de la maldad del Petiso. Ni treinta y dos años en el fin del mundo le habían quitado las ganas de hacer daño. Allá, en Ushuaia, murió, al fin, el Petiso Orejudo y el mundo, durante escaso tiempo, fue ligeramente mejor.

Aquella historia no fue cierta. La de los gatitos. O, mejor dicho, lo fue, pero ocurrió once años antes de que la muerte se llevara a Cayetano Santos Godino, ya fuera por enfermedad o inquina de los compañeros de prisión. Lo de los gatos lo contó, en 1933, Soiza Reilly en Caras y Caretas, fotografía (a la derecha) mediante: la importante humanidad de Soiza Reilly embutida en un traje a rayas a un lado, al otro, Lautaro Castro y, al medio, la inofensiva expresión de quien años atrás había estremecido Argentina por su inhóspita maldad sin malicia. Murieron los pobres felinos en manos del asesino, en fin, once años antes de su muerte, pero el rumor público unió ambas historias y añadió, además, otra si cabe más macabra: que cuando Perón mandó cerrar Ushuaia, en 1947, los científicos, interesados en recuperar el cadáver del Petiso, tan solo encontraron un fémur… y no en su tumba correspondiente, sino haciendo de pisapapeles en el escritorio de la señora de Lautaro Castro.

Pero cualquier intento, cualquier rumor, cualquier secreto murmurado a voces, cualquier habladuría o leyenda que intente competir en lo inexplicable y lo macabro con todo lo que hizo el Petiso Orejudo se queda corto. Muy corto.

Cayetano Santos Godino nació, hijo de una familia de emigrantes calabreses, en 1896, y cualquier creyente católico diría que, probablemente, la maldad que no tardaría en mostrar podría responder al hecho de pasarse un año sin bautizar. Ni había tiempo, ni había ganas. Contaban que Fiore, el padre, un farolero aficionado en exceso a la bebida, educó a sus hijos con los puños y el desprecio y que Lucia, la madre, callaba, tan buena era, atemorizada de lo que podría ocurrir si alguna vez osaba levantar la voz a su marido. Fue Fiore, irónicamente, el primero que temió a su hijo Cayetano. En 1906. El niño no tenía ni diez años y su padre ya había advertido que disfrutaba torturando pequeños animales, conservando sus cadáveres en cajas de zapatos que escondía bajo el jergón; que se negaba a ir al colegio y que se pasaba el día atemorizando a los vecinos. Le denunció. “Es absolutamente rebelde a la represión paternal, resultando que molesta a todos los vecinos, arrojándoles cascotes o injuriándolos, manifestó a la policía, que encerró al niño en prisión dos meses.

No sabían nada de él, porque, si no, no lo habrían soltado. Lo cierto era que Cayetano, en cuya cabeza ya destacaban dos prominentes e insólitos orejones, llevaba dos años cometiendo delitos bastante más graves que el de arrojar cascotes a los vecinos, pero nadie más que él y sus víctimas lo sabían. Él, de tan normal que consideraba su macabra afición, no soltaba prenda ni siquiera por el arrepentimiento que no sentía; ellas no decían nada porque apenas si sabían hablar.

Todo empezó en 1904, cuando, mediante engaños, llevó al pequeño Miguel de Paoli -no llegaba a los dos años la víctima, ni a ocho el agresor- a un descampado donde lo reventó a golpes. No llegó a matarlo. Y aquello, aunque fue una evidente suerte para el pequeño de Paoli y su familia, a largo plazo no hizo sino alargar la maldad del Petiso. De Paoli había sido, si así se quiere expresar, tan sólo un primer ensayo, y también lo fue, tiempo después, Anita Neri (imagen derecha), también de dos años, a la que intentó machacar la cabeza con una roca. La oportunísima intervención de un policía hizo a Godino alejarse del lugar y plantearse que, a partir de entonces, habría de ser más cuidadoso.

Lo llamaban el Petiso por enano, y Orejudo por motivos obvios; su expresión boba y su mirada sin brillo hacían pensar a todos que no era sino un pobre muchacho que nunca llegaría a nada. Y esa triste característica fue, quién lo diría, parte de su éxito: nadie sospechaba de él. Por eso nadie fue a preguntarle cuando la pequeña María Rosa Face desapareció de su casa para nunca volver. ¿Quién iba a pensar que un crío de ocho años tenía algo que ver? Y, sin embargo, ¡vaya que si lo tenía!. El cadáver de María Rosa jamás se encontró: cuando el Petiso confesó haber intentado matarla apretándole el cuello y haberlo acabado haciendo, por aburrimiento, enterrándola viva en un solar, ya habían pasado muchos años de angustia para los Face y en aquel solar abandonado donde reposaban los restos de la pobre niña se había construido un bloque de pisos. De no ser porque la furia asesina siguió atormentando el cerebro del Petiso, aquél hubiera sido el crimen perfecto.

En la imagen: Godino reconstruye cómo apretaba el piolín con el que estrangulaba a sus víctimas.

Al volver de la cárcel a casa, Lucia Ruffo cuidó a su hijo como a ningún otro. Le permitió dejar de asistir, de una vez por todas, a la escuela. Le consintió. Le pasaba trapos fríos con todo el cuidado posible por la frente cuando la fiebre le subía demasiado y le dejaba desmayado en cama. Y así comenzó a matar el Orejudo por el día, sabiendo que, a la noche, el abrazo protector de la madre le esperaba, ignorante de su extrema maldad, en casa. Fue por aquel entonces cuando el Petiso descubrió el fuego y, fascinado por el calor y el movimiento seductor de las llamas, comenzó a prender cosas. Papelitos, primero. Hierbajos en los muchos solares de Parque Patricios, en los alrededores de la iglesia de San Cristóbal, nunca lejos de su casa. Nunca lejos de mamá. Animales pequeños, que no hicieran mucho ruido al morir, después. Una pequeña taberna. Una estación de tren. Siempre, cuando el fuego se levantaba, alguien veía al Petiso merodeando por sus alrededores, fascinado al ver actuar a los bomberos. “Me gusta ver trabajar a los bomberos”, diría, tiempo después, con una sonrisa inocente en la cara, “es lindo ver cómo caen en el fuego…”. A Julio Botte, en 1908, le quemó los párpados con un cigarro prendido; aquella vez descubrió que sus dos pasiones, la muerte y el fuego, podían también ir unidas, y la suerte volvió a ponerse de su parte: la madre de Botte, horrorizada, alcanzó a salvar a su hijo de una muerte segura, pero no llegó a verle la cara al Petiso.

En la imagen: Caras y Caretas dedicó un extenso reportaje, en diciembre de 1912, al recién descubierto asesino.

De 1908 a 1912 la nieve emborronó la memoria del Orejudo. Nunca trascendieron los horribles actos que, en aquel lapso de cuatro años en el que se transformó de niño a casi hombre, probablemente hizo. Godino, sencillamente, nunca pudo recordarlos. Hay quien dice -las fuentes varían- que los pasó encerrado en Marcos Paz, un reformatorio en el que le enseñaron a escribir, y que no abandonó hasta finales de 1911, ante los ruegos de una desconsoladísima Lucia Ruffo. Sea como fuere, en 1912, las hormonas de los quince años y el perfeccionamiento de muchos años de estudio en la carrera callejera de torturador dieron sus frutos. Cayetano Santos Godino despertó de sus tinieblas con más ganas de sangre que nunca… y la tuvo.

Fotos policiales de Cayetano Santos Godino, 1912

Ocurrió en 25 de enero. El primer muerto, al menos el primero de aquel año: Arturo Laurora, un nene de trece años al que la desnutrición y la miseria le mantenían con el cuerpo de uno de diez, apareció muerto al día siguiente en una casa abandonada en el 541 de la calle Pavón. Alguien lo había violado y estrangulado con un piolín, con un cordel, y había abandonado su cadáver semidesnudo a los ojos del primero que pasara por allí: una pareja ilusionada que, sin esperarse tan macabra sorpresa, fue a visitar la casa al día siguiente con la intención de alquilarla. Todos los ojos se depositaron, una vez más, lejos del Petiso Orejudo. Mientras se interrogaba a los adultos fichados por delitos sexuales y sospechosos de pederastia, el Petiso preparó su siguiente asalto.

La víctima se llamaba Reyna Bonita Vainícof, su delito, quedarse pasmada mirando un escaparate precioso,  luciendo un vestido de tela blanca como la nieve y que tenía aspecto de prender muy bien. La niña, de una familia judía bien avenida, tenía cinco años y se pasó sus últimos quince días de vida muriéndose en un hospital: alguien, a quien nadie había conseguido ver con claridad, le había prendido fuego a las faldas sin que Reyna se diera ni cuenta, y las llamas se propagaron en menos de un par de segundos. Alguien dijo haber visto al Petiso, entusiasmado con la nena incandescente, entre la multitud que presenciaba, horrorizada, cómo se llevaban las autoridades a Reyna Bonita a morir entre batas blancas y lágrimas de la madre, que jamás pudo recuperarse de la tragedia. “La mía fue una familia arruinada por el Orejudo”, reconocería, muchos años después, Isaac Argentino Vainícof, el hermano de Reina. Aun así, el Petiso aun podía mejorarse a sí mismo.

En la imagen: Reyna Bonita Vanícof, penúltima víctima del Petiso

El 3 de diciembre de 1912 Cayetano Santos Godino atrajo, con la promesa de comprarle unas chucherías de chocolate, al pequeño Gesualdo Giordano (con su madre, en la imagen derecha), de apenas dos años de edad, al que encontró jugando en el portal de su casa en el 2585 de Progreso. Y se las compró, en efecto, pero negándoselas si no le acompañaba al solar que existía frente a un viejo caserón. Intentó ahogarle con el piolín, como siempre; pero Gesualdo se revolvió y aquello, tristemente, supuso que su fin fuese, si cabe, más trágico. Ofuscado, el Petiso partió el cordel en tres y maniató con él al pequeño, que ya había perdido todas las fuerzas para gritar cuando su padre, desesperado, pasó por enfrente del solar, tapado con un murillo que le impidió ver a su hijo. Cayetano Santos le salió al encuentro por sorpresa, negándole haber visto a nene alguno. Cuando, a las pocas horas, el padre de Gesualdo descubrió el cadáver del nene, poco sospechaba que aquel mismo muchacho bobalicón que le había dicho no haber visto a Gesualdo se había encontrado con él, precisamente, cuando salía del solar en búsqueda de algún clavo tirado entre unos escombros cercanos.  El clavo que apareció atravesando la cabeza de su hijo. El que le había matado con el mayor dolor imaginable.

Cayetano Santos Godino fue detenido al día siguiente, tras haber asistido a las labores de búsqueda del pobre Gesualdo y haber presenciado la reconstrucción del crimen por parte de la policía en un tiempo en el que no se ponía gran cuidado en espantar a los curiosos. En sus bolsillos el Petiso guardaba, orgulloso, los recortes de periódico que daban cuenta de los crímenes que había cometido. Un dato, sin duda, especialmente macabro si tenemos en cuenta que el pobre diablo casi ni sabía leer.

Las evidentes taras mentales del Petiso Orejudo hicieron que diera con sus huesos en un sanatorio mental, en el que fue fotografiado desnudo, en aquellos años en los que la maldad se intentaba medir por el físico del criminal. Allí intentó atacar a otros internos; meses después, un juzgado le declaró imbécil, pero no absoluto, y le mandó a la Penitenciaría Nacional. A partir de 1922 purgó por sus pecados en el fin del mundo, en el último reducto del país, en la prisión de Ushuaia, el peor sitio para los peores criminales. Y, aún así, todos eran mejores que él. En un intento un tanto inocente por curarle de sus taras mentales, la dirección de Ushuaia le sometió a una operación para rebajarle el tamaño del soplillo de sus orejones, en el que residía, decían algunos, la razón de su maldad. Pero al Petiso, Orejudo o no, ni siquiera le curó la muerte que vino a visitarle aquella tarde de 1944 a su catre de la celda 90 de Ushuaia. Jamás se arrepintió de sus crímenes y, lo que es peor, ni siquiera fue consciente nunca del problema que suponía el haberlos cometido. Él solo quería ver arder. Solo quería ver morir. Así de terriblemente sencilla puede llegar a ser la felicidad.

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