La monja que no podía ver Marcella Pattjin nació en el Congo Belga en 1920. La ceguera que sufría no fue obstáculo para una mujer llena de energía y mucha fuerza de voluntad. En Bruselas, cuando era una joven de 20 años con profunda vocación religiosa, ningún convento quiso aceptarla. Pero Marcella no se rindió y siguió buscando su lugar en el mundo. Ese lugar se encontraba en Sint Amandsberg, una comunidad de más de doscientas beguinas situada cerca de Gante. Esas mujeres eran herederas de un movimiento religioso que nació en la Edad Media y que cambió radicalmente la manera de vivir como monjas. Aquellas beatas decidieron vivir unidas pero sin seguir ninguna orden religiosa. Marcela estuvo en Gante buena parte de su vida ayudando en el cuidado de enfermos. En su tiempo libre tocaba el acordeón y la mandolina. Hasta 2005 vivió con otras ocho beguinas en Kortrijk a las que sobrevivió. Desde entonces vivía en una residencia debido a su avanzada edad. Murió el pasado domingo 14 de abril mientras dormía. Su muerte ponía punto y final a una historia que había durado 800 años. Ella fue la última de un grupo de mujeres excepcionales, mujeres de profunda fe que no quisieron renunciar a la vida. Algo que en el siglo XXI puede sonar ingenuo, pero que en las rígidas estructuras medievales fue una auténtica osadía.
La monja que no podía ver Marcella Pattjin nació en el Congo Belga en 1920. La ceguera que sufría no fue obstáculo para una mujer llena de energía y mucha fuerza de voluntad. En Bruselas, cuando era una joven de 20 años con profunda vocación religiosa, ningún convento quiso aceptarla. Pero Marcella no se rindió y siguió buscando su lugar en el mundo. Ese lugar se encontraba en Sint Amandsberg, una comunidad de más de doscientas beguinas situada cerca de Gante. Esas mujeres eran herederas de un movimiento religioso que nació en la Edad Media y que cambió radicalmente la manera de vivir como monjas. Aquellas beatas decidieron vivir unidas pero sin seguir ninguna orden religiosa. Marcela estuvo en Gante buena parte de su vida ayudando en el cuidado de enfermos. En su tiempo libre tocaba el acordeón y la mandolina. Hasta 2005 vivió con otras ocho beguinas en Kortrijk a las que sobrevivió. Desde entonces vivía en una residencia debido a su avanzada edad. Murió el pasado domingo 14 de abril mientras dormía. Su muerte ponía punto y final a una historia que había durado 800 años. Ella fue la última de un grupo de mujeres excepcionales, mujeres de profunda fe que no quisieron renunciar a la vida. Algo que en el siglo XXI puede sonar ingenuo, pero que en las rígidas estructuras medievales fue una auténtica osadía.