La última cruzada (I)

Publicado el 10 octubre 2011 por Eowyndecamelot

San Juan de Acre, 1 de abril de 1291

Se podría pensar que el tema de dar saltos entre el pasado y el futuro me puede dotar,
cuando estoy en el primero de esos estadios temporales, de conocimientos acerca
del porvenir que me pueden ser muy útiles. Nada más lejos de realidad: puedo
recordar las vicisitudes del siglo XXI, tal vez porque esa locura de época ha
pasado también a formar parte de mí, pero si ahora me preguntáis qué va a
suceder el mes que viene, tendré que deciros que no tengo la
menor idea. Y sin embargo, no se necesita ningún poder especial, ni tampoco mucha
inteligencia, para comprender que esto se va a ir a la mierda en breve.

A mi alrededor, Tierra Santa se despliega, armada de desiertos infinitos. Hace días que me encuentro aquí, en busca de algún mercader con problemas de seguridad al que pueda ayudar a sentirse más protegido, aunque solo sea aligerando su bolsa para
que corra más rápido. Los negocios (que no el placer, no os vayáis a
pensar) me obligan a frecuentar las diferentes tabernas de San Juan de Acre,
pues nada mejor que una jarra de vino para cerrar un trato. Y en eso estaba
hace unos segundos, cuando un inesperado fantasma de anteriores días se me
presentó de sopetón. La taberna fue ocupada por una patrulla templaria, de esas
que vigilan la ciudad en previsión de los más que seguros ataques sarracenos;
el hecho no era sorprendente en sí mismo, porque ¿en qué lugar del mundo es más
sencillo que te encuentres con un templario? Acertó usted, señor. Esos
cabrones, cuando no están en el campo de batalla cortando todo tipo de miembros,
o en sus encomiendas sentando las bases del capitalismo, no hacen más que beber
como auténticas esponjas. Y qué aguante tienen los jodidos… pero vayamos al
grano: lo que más extrañó en la llegada de esa comitiva fue que la integraba un
viejo conocido mío, del que pensaba que había dejado la orden hacía mucho
tiempo.

Me froté los ojos. Comprobé el nivel de mi jarra de vino, todavía no lo suficientemente vacía, ante los intrigados ojos de mi futura víctima de negocios. En ese momento aún guardaba algo de inocente fe en las promesas de mis congéneres humanos, y di en pensar que me estaba equivocando; en realidad, eso no hubiera sido de extrañar: venía de pasar no sé cuántas semanas en una galera aragonesa, soportando las condiciones higiénicas propias de los barcos medievales y que mi acostumbramiento a las maneras del siglo XXI había hecho que dejaran de resultarme corrientes. Probablemente había cogido el escorbuto, la peste, el cólera o alguna otra enfermedad terrible, y ahora estaba delirando por la fiebre. Aunque, si me paraba a pensar, en mi travesía marítima hubieron detalles peores que todos esos pequeños problemas sanitarias. Y para comentároslo tengo que retrotraerme a unos meses antes.

Pues sí: a finales del invierno de 1291 andaba yo por el puerto de Barcelona contemplando las velas de las naos agitarse por el viento y, menos románticamente, buscando curro, cuando me tropecé como una pareja bastante singular: eran dos mercaderes extranjeros, uno con claro aspecto escandinavo y más feo que un pecado mortal con excomunión incluida, y el otro, no mucho más atractivo y encima aquejado de un grave ataque de acné, cuyos indiscutibles rasgos centroamericanos hicieron que mi mente entrara en un vacío espacio-temporal. Que yo sepa, faltan aún dos siglos para que se llegue a América, pensé. Aunque tal vez aquella
historia de que los vikingos fueron los primeros en visitar el continente cuya
parte norte Colón cometió el error de descubrir no iba tan errada. La pareja en
cuestión se detuvo ante mí.

-Eowyn de Camelot?

-La misma.

-Qué suerte. Te estábamos buscando. Hemos oído hablar mucho de ti. Tienes el perfil
profesional perfecto que andamos buscando.

Bueno, no se expresaron de esta manera, obviamente, pero más o menos eso es lo que vinieron a decir. Aquello no me inspiraba ninguna confianza: ya sabrán mis contados
lectores que cuando alguien me alaba laboralmente es que suelo hallarme en
la antesala de algún trabajo en condiciones de semiesclavitud. Pero un
curro es un curro, y llevando días como los llevaba obviando la saludable
costumbre de comer y beber con asiduidad, no iba a hacer ascos a nada que
propusieran, ya fuera fusilar a Zapatero en la Plaza de las Ventas, prostituirme con Russell Crowe o ceder mi twitter al PP (bueno, esto último, la verdad, no). Así que acompañé a los disímiles comerciantes a la taberna más próxima donde, después de invitarme a un plato de alta cocina medieval (o sea, una sardina en mitad de un plato
grande adornada con unas bolitas de pan sometidas a un proceso de mohización) y
a un  menguado zurito de vino, me explicaron con detalle el proyecto para el cual requerían mis servicios.

-Hemos de viajar a San Juan de Acre por negocios. Y, tal como está el panorama, necesitamos protección. La mercancía que transportamos ha de llegar a nuestros clientes en perfecto estado, y nosotros también, chiaro –en
los días sucesivos tendría la oportunidad de ver cómo su discurso de cerrado
acento germánico venía siempre plagado de expresiones en italiano; supongo que
pensaban que eso les hacían parecer más in-. Durante la travesía realizaremos también negocios con otros comerciantes, y para esos menesteres siempre va bien la presencia de una mujer hermosa que dé lustre a los tratos, y si es tan hábil con las armas como cuentan de ti, será la combinación ideal. Bueno, la verdad es que no se te ve muy favorecida con esa cota de malla, pero un buen vestido y unos pocos afeites pueden hacer milagros.

La mención de San Juan de Acre tuvo la virtud de hacerme olvidar el poco amable comentario de Karl, el rubio, y la amenaza de que iban a vestirme como a una princesita y a utilizarme como a un objeto sexual. Yo ansiaba ir a Tierra Santa de nuevo; la había visitado ya en dos ocasiones, y aquellos extensos desiertos dorados, que podía recorrer días y días con mi caballo sin cansarme nunca, me habían robado el alma; necesitaba verlos de nuevo. Así es que me embarqué en la galera, pensando que tal vez había encontrado el trabajo definitivo al lado de aquellos comerciantes viajeros.
Pero nada más lejos de la verdad; como siempre.

En principio, el sueldo que me habían prometido quedó convenientemente adelgazado al descontársele la manutención, los traslados, la paja de mi caballo, el alojamiento de animal y dueña, los productos necesarios para el mantenimiento de mis armas, el desgaste del suelo del barco por mis espuelas y el grave hecho de que mi italiano, según ellos, era deficiente, y eso, en una época de donde los negocios y la
cultura hablaban la lengua de Dante, era claro merecimiento de una bajada de
categoría profesional. Para seguir, me vi relegada en un minicamarote compartido
por todos los sirvientes tan mal pagados como yo de la pareja, en las peores
condiciones de hacinamiento y compartiendo hasta la bacinilla de hacer las
necesidades, lo cual me llevó a irme con mi manta a un rincón de la cubierta
donde pudiera tener un poco de intimidad, aunque eso implicara dormir a la
intemperie y sufrir los embates de los posibles temporales. Por si fuera poco,
las maravillosas tareas de protección que parecían haberme encomendado se transformaron en ir a hacer de correveidile entre los diferentes hombres de negocio
medievales que viajaban en el barco, para convocarles a reuniones que siempre
se terminaban aplazando o cancelando, por cuya razón luego encima era yo la que
tenía que disculparse: y es que los jefes estaban demasiado ocupados en
dictarme, cual si yo fuera su secretaria, planes de organización del tiempo, para
que les sobraran horas en las que realizar las tareas que esos planes
contemplaban (después, además, de interminables reuniones intentando hacer un
orden de prioridades en el trabajo), mientras los posibles futuros compradores o colaboradores les esperaban dando furiosos paseos entre el castillo de proa y de popa. Vamos, como las empresas españolas contemporáneas, sin ir más lejos. Karl, zafio y vulgar como el más primitivo tópico vikingo, no dejaba de darme consejos sobre moda y supervisaba al dedillo cada detalle de mi atuendo de princesita en las cenas de
negocios (lo cual en un tío cuya idea de elegancia consistía en coserse un par
de piedras preciosas a ropa comprada en los mercadillos que se improvisaban a
la entrada de los hospitales con ropa de los muertos era poco menos que
surrealista), y Gustaff, un obsesivo-compulsivo de aspecto escuálido y enfermizo
y del que sospechaba que no había cogido una espada en la vida, entre otras
cosas porque dudaba de que hubiera podido sostenerla, me sometía a exhaustivos,
tediosos e infinitos exámenes con la excusa de “repasar mis conocimientos
de armas” de cara a un posible ataque, cosa que me hacía sentir como si hubiera
vuelto al colegio. Pero cuando, afortunadamente ya entrando en el puerto de
destino, me requirieron para que tirara sus lavazas, consideré que ya había
llegado el punto de no retorno.

-A la mierda -me reboté-. Una ya lleva muchos de experiencia sobre sus espaldas y varios másters en Armamento, Lucha y Seguridad del Mercader Medieval para esto. Quedaros ahí con vuestras manías y ponerle vuestros vestiditos de princesa a vuestra madre, si es que no os abandonó en alguna cuneta cuando vio vuestra cara de memos por primera vez. Yo me largo. Hala, que os den, o si lo preferís, vaffanculo –y sin ánimo de perder un minuto, salté a una de las barcazas que se dirigían hacia la costa dejándoles en cubierta con dos palmos de narices.

En todo eso pensaba cuando vi entrar por la puerta de la taberna a mi viejo compañero de armas, de nuevo con el hábito de la cruz y bajo las órdenes
de aquel papa bajo cuya bandera había prometido no servir jamás, y cuyos
descendientes contemporáneos visitan Madrid entre una horda de
peregrinos agresivos
bajo las loas del TDT Party. Mi mundo conocido se está desmoronando, pensé. Los cruzados se emborrachan en las calles de San Juan de Acre sembrando el caos y asesinando musulmanes, como unos Anglada
cualquiera, pidiendo a gritos que los sarracenos nos invadan y protegidos
además por la autoridades; los gobiernos nos han vendido como esclavos a los
mercados para pagar el rescate de su ambición y cobardía, y ya ni se molestan
en disimularlo; IU firma acuerdos con ICV asumiendo que van a utilizar sus
votos y luego les van a enviar a pastar, con la aquiescencia de la
militancia, y encima el XIV Congrès del PSUC-viu les avala; y encima este gilipollas
está buscando que le quemen en la hoguera volviendo a trabajar para el poder establecido.

Pues lo siento: después, cuando esté jodido de verdad, que no se acuerde de mí. De
hecho, cuando todos los aterrados, inmovilistas y votoutilitaristas estén jodidos
de verdad, que no se acuerden de los que les previnieron que eso iba a pasar (continuará).