Recordaremos que en la entrada dedicada a la última pieza teatral fruto del talento de Oscar Wilde se hacía mención de su enorme éxito traducido en muchísimas representaciones en los escenarios desde su estreno un catorce de febrero de 1895, cosechando siempre el favor del público, no siendo pues nada extraño que el cine británico decidiera ofrecer una versión filmada de la celebérrima comedia; de hecho, lo extraño es que no se produjera el rodaje hasta mediado el siglo pasado, en 1952, cuando el director Anthony Asquith con una carrera prestigiosa forjada en varias adaptaciones de famosas obras teatrales de autores británicos como Bernard Shaw y Terence Rattigan, decidió al fin acometer la tarea de trasladar a la pantalla el texto creado por Wilde, manteniendo el mismo título, The Importance of Being Earnest, naturalmente mal traducido al castellano como La importancia de llamarse Ernesto.
Porque evidentemente no lo hace para aligerar el peso del origen teatral ya que lo primero que vemos es una introducción en la que el espectador viene a ser situado como asistente a una representación escénica, viendo levantarse el telón y apareciendo los títulos de crédito a modo de folleto al uso en los teatros dando cuenta de los personajes y sus intérpretes.
Es decir que Asquith no tan sólo no intenta disimular sino que refuerza el origen teatral de la película, bien que luego con los emplazamientos de cámara y el uso de algún que otro exterior mengüe la sensación de asistir a una representación teatral filmada.
Siendo esta la primera película que Asquith rodó en color, cabe otorgar el honor de su correcta factura visual a Desmond Dickinson que retrata e ilumina con eficacia los decorados y vestidos, abarrotados los primeros y abigarrados los segundos al máximo, un entorno de locura creado por las hábiles Carmen Dillon como directora artística, ayudada por Arthur Taksen como creador de los escenarios, y Beatrice Dawson que, seguramente siguiendo precisas instrucciones de Asquith, viste a los personajes de acuerdo con su idiosincrasia en un estimulante ejercicio colorista que tiene su cénit en los trajes de Jack, más delirantes que los de Lady Augusta: la apariencia externa recreada por Asquith con tan buenos colaboradores inventa una sociedad victoriana muy alejada de su realidad estética que se apareja íntimamente con la descripción que el ingenioso texto wilderiano hace de la misma por medio del asalto a toda lógica, reforzando así Asquith la hilaridad de la trama presentada al tiempo que perfila físicamente los caracteres que vemos discurrir en pantalla.
Sobre el estrambótico texto de Wilde, Asquith decide pues resaltar la comicidad caústica por medio del contraste, dirigiendo a su elenco en busca de una seriedad absoluta en los modos de comportamiento social, exquisitos, provistos de una perfección maravillosa en la dicción recreando, cabe suponer, el acento más victoriano posible en unos personajes que nos trasladan a una época remota.
En pocas ocasiones se ha podido ver en pantalla gentes más estiradas decir cosas más ridículas y absurdas con tanta distinción y clase:
Michael Redgrave (que tuvo la inmensa suerte de la negativa de John Gielgud a intervenir en la película) interpreta al joven Mr. Jack Worthing demostrando ser capaz de interpretar una comedia y ofreciendo un exhaustivo repertorio de guiños faciales impensables en un actor de su temple habitualmente dramático, confiriendo a su personaje esa ambivalencia que tiene en la ciudad y el campo.
Michael Denison ha sido para este comentarista un feliz descubrimiento, porque su representación del frescales Mr. Algernon Moncrieff debe ser el aristocrático caradura más cínico que haya habitado una pantalla y su forma de decir las frases es absolutamente increíble, manteniendo un absoluto dominio del tempo de la comedia, moviéndose en escena con una facilidad asombrosa, creando un tipo inolvidable.
Es evidente que Asquith sabe dirigir a sus actores extrayendo de ellos el máximo y su forma de organizar las escenas, conjugando los movimientos de cámara y el emplazamiento de la misma, la planificación en suma, al servicio del texto, logrando el ritmo necesario para servir la trama en su punto justo y moviendo a los actores en el cuadro con elegancia y eficacia.
Claro que contar con actrices de la talla de Edith Evans es una suerte para cualquier director, sea de teatro o de cine: la representación que hace de Lady Augusta Bracknell es irrepetible e inimitable y desde que uno la ve en pantalla ya no puede imaginar otra tía Augusta cuando relee el texto de Wilde : parece escrito para tan insigne actriz, que le otorga unos modos y una voz característicos, bordando un carácter que ha sido representado incluso por actores de primera fila convenientemente caracterizados como ya vimos hace un par de semanas y casi siempre por grandes actrices de la escena londinense, pues el personaje es un verdadero bombón, aunque desde luego no al alcance de cualquiera, como puede verse en el siguiente vídeo.
Donde Asquith se muestra más comedido es en la representación de las dos jóvenes enamoradizas: la decisión y firmeza unidas a la pasión amorosa tienen su adalid en la joven Gwendolen Fairfax interpretada por Joan Greenwood con su seductora voz, pero la que se lleva el gato al agua como delicada jovencita enamorada de un desconocido y casi inventado Ernest es Dorothy Tutin que ya en su primera película asombra y enamora con su composición de la joven Cecily Cardew.
Incluso en el tratamiento otorgado a la pareja cómica compuesta por el canónigo Dr. Casulla (Miles Malleson) y la institutriz Miss Prism (Margaret Rutherford ), Anthony Asquith mantiene un tono muy disciplinado, férreo, formal, sin permitirse fantasías que adornen el texto escrito por Wilde, ciñéndose al discurso teatral clásico, confiando en la comicidad implícita en el texto, sujetando en mi opinión en demasía a una actriz como la Rutherford, capaz de mejores histrionismos y limitando también su contraparte en el canónigo Casulla, lo que le resta a mi entender fuerza detonante para el extravagante final que bien merece una preparación en el ánimo del espectador.
Asquith desde luego sabe mantener el ritmo adecuado de la comedia y sin ser trepidante es consistente en el adecuadísimo metraje de hora y media y aunque la película no destaque ni merezca grandes elogios por sus méritos cinematográficos intrínsecos, permanece en la memoria por la exquisitez de su puesta en escena al servicio de un texto brillantísimo ofreciendo al espectador la oportunidad de haber asistido a una buenísima representación de la pieza de Wilde, que, forzosamente, hay que disfrutar en versión original, porque el esfuerzo de todo el elenco en adoptar ese acento tan especial de la época bien merece el correspondiente del espectador que saldrá ganando aun en el caso de no entender nada, porque el doblaje al castellano, con ser bueno, ni remotamente hace justicia a las voces originales, que difícilmente podrán ser igualadas jamás, un conjunto único e irrepetible.
En definitiva, una película imprescindible para cualquier cinéfilo y de visión obligada para quienes gusten de los buenos textos, del mejor teatro, y de las buenas interpretaciones.