La propuesta de Michael Hoffman tiene cuatro ganchos que suelen atrapar a Hollywood: recreación de la vida real (los últimos días del autor de La guerra y la paz), reconstrucción de época (para beneplácito de los nostálgicos de la Rusia pre-comunista), apuesta a elementos de la comedia romántica (las discusiones y reconciliaciones del escritor y su esposa se suman a la lista de sketches que protagonizaron ésta o esta otra pareja-dispareja de mayores), moraleja que denuncia la ambición desmedida y porqué no el egoísmo desalmado de quienes hablan en nombre del pueblo o la humanidad.
En este sentido, las nominaciones de The last station son entendibles. No sólo porque Mirren y Plummer componen a un matrimonio entrañable sino también porque Kerry Condon y James McAvoy hacen lo propio con la pareja secundaria que encarnan, porque Paul Giamatti vuelve a hacer de villano con clase, porque el esfuerzo de producción es notable (la puesta en marcha de un tren a vapor de principios de siglo XIX honra el título del film) y porque Hoffman convierte a la novela de Jay Parini en cine, y no en literatura filmada.
Es probable que la figura de Tolstoi haya sido el escollo principal en el camino a la premiación. Cuesta imaginar una Academia dispuesta a galardonar una propuesta cuyo protagonista teoriza en contra de la propiedad privada o de una aristocracia culpable de robarles dignidad -entre otros bienes- a los campesinos. Dada la imposibilidad de retratarlo senil (condición que habría minimizado, relativizado, disculpado semejantes disparates ideológicos), se impuso la alternativa de mostrarlo influenciado, manipulado, usado, dominado.
Giamatti tuvo entonces la misión de convertir a Vladimir Chertkov en el malvado que redime al escritor ruso ante la mirada estadounidense. Victimizar a don León para complacer o no incomodar a Hollywood.
Algo debe haber fallado. De lo contrario, en marzo pasado Mirren y Plummer habrían ganado los Oscar que terminaron en manos de Bullock y Waltz.