La gran novela de Weiss, la que escribió durante su última década de vida, la que terminó un año antes de su muerte, la que alternó con gestos inequívocos de libertad frente al aparato de dominio político e ideológico de los que se llamaron “países socialistas”, cuya redacción coincidió además con obras de tanto calado crítico como El nuevo proceso, es, así, un archivo para la memoria tanto como una proclama contra el conformismo. Peter Weiss en estado puro.
Estética de la Resistencia. Hondarribia, Hiru, 1999 (1.085 páginas). Texto: Carles Guerra. La Vanguardia.16.02.2011
No tuvo que ser fácil convivir con Peter Weiss (1916-1982) cuando escribía La estética de la resistencia (1975-1981), una novela abrumadora, por mucho tiempo ausente de las listas de novedades editoriales. Pocos libros desprenden esa sensación de un trabajo ingente. Desde su casa de Estocolmo, Gunilla Palmstierna, la viuda del escritor, hace un par de años prefería recordar que esa época estuvo marcada por el nacimiento de Nadja, la hija de ambos. La novela se gestó a partir de 1972 y terminó de publicarse en 1981. Cuando salió a la luz el tercero de los volúmenes, Nadja ya tenía nueve años. Si leer este libro supone un esfuerzo de concentración y perseverancia, el trabajo de escribirlo no lo sería menos. Gunilla Palmstierna advierte de que al principio se trataba de “un pequeño prólogo, un bloque más importante de texto y un breve epílogo”. Sin embargo, acabó dilatándose más allá de las mil páginas.
Tal como reza en la cubierta de la edición española, se trata de “un monumento literario edificado sobre un mar de documentación y pensamiento”. Franquear la página cincuenta exige una voluntad inquebrantable por parte del lector. Pero una vez cruzado ese umbral se abre un mundo poblado de obreros enfrascados en debates interminables y de una profundidad ideológica abismal.
La estética de la resistencia se sitúa entre 1937 y 1945, aunque su redacción delata los compromisos políticos del autor en las décadas de 1960 y 1970. El contexto de la guerra fría, la guerra de Vietnam y la incipiente decepción de la socialdemocracia sueca se filtran en la novela. Durante los años en los que se enmarca el relato, el protagonista transita de la Alemania nazi al frente republicano en la guerra civil española, para más tarde concluir en el exilio. Suecia será el refugio del personaje principal y narrador, el mismo país en el que el escritor también vivirá hasta su muerte.
Peter Weiss, que recreó de este modo una autobiografía imaginada, llegó al país escandinavo con 22 años. Su álter ego en la novela vive lo que él hubiera deseado vivir. Para los intelectuales de su generación, la guerra civil española tuvo lugar demasiado pronto. A finales de los años treinta, Peter Weiss era sólo un adolescente obsesionado con Herman Hesse, con quien mantuvo una relación de discípulo. En la novela, el protagonista se une a las Brigadas Internacionales, abandona Berlín un día de septiembre de 1937 y llega a Barcelona para continuar viaje por el Levante español. El detalle de los lugares descritos, la precisión de las observaciones y la intensidad de las conversaciones del primer volumen deslumbran por su rigor. Uno puede llevarse a engaño y pensar que el escritor vivió en primera persona aquellos momentos históricos. Que tomó parte en ellos. Lo cierto es que la única guerra que Peter Weiss conoció de primera mano fue la de Vietnam. A mediados de los años sesenta, él y Gunilla Palmstierna fueron invitados a visitar el norte de aquel país, como tantos otros intelectuales occidentales. Juntos representaban la imagen de la pareja de moda cuyas fotografías aparecían en las revistas ilustradas. Pero el azar hizo que él cayera enfermo en Hanói. Ella fue la única que se adentró en la jungla y él, convaleciente, recibió las visitas de destacadas personalidades en la cama. En una entrevista para la revista Life (28/X/1968) en la que aparecía fotografiado en su estudio, de pie junto a su archivador de cien cajones repleto de recortes de prensa, Peter Weiss se jactaba de que “es mucho más fácil escribir sobre el mundo si lo puedes meter dentro de una habitación”.
Para escribir La estética de la resistencia, la que sin duda puede considerarse “la obra del último autor que se atreve a subsumir en el espacio épico la totalidad social e histórica, con sus contradicciones”, tal como sugiere Cecilia Dreymüller, Peter Weiss no dudó en revisitar los escenarios donde los protagonistas, todos ellos reales, estuvieron en su día. En 1974, con los diarios personales de Max Hodann en la mano, Peter Weiss y Francisco J. Uriz llegaron hasta Albacete. Hodann era un sexólogo al que Peter Weiss había conocido en Estocolmo. Durante la guerra había servido en el único hospital psiquiátrico de la retaguardia del bando republicano, instalado en Cueva de la Tía Potita. Francisco J. Uriz, que desempeñaba las funciones de intérprete personal cuando el primer ministro sueco Olof Palme –el mismo que fue asesinado en 1986– viajaba al extranjero, acompañó a nuestro escritor en su reconocimiento de los lugares mencionados por Hodann y otros ex brigadistas. Peter Weiss había conseguido una plétora de papeles, cartas y documentos de todos ellos, un material que el escritor transcribió sin apenas modificar los textos originales. Por eso la novela se lee a veces como un inventario árido y desapasionado, carente de romanticismo. Lo único que le faltaba a Peter Weiss era dar con las localizaciones. Ver cómo era la luz de los lugares citados, situarse.
En una entrevista con Harun Farocki, realizada para la televisión pública alemana en 1979, poco después de aparecer el segundo volumen de la novela, el escritor declaraba que “cuando se escribe sobre una cultura que ya no existe, uno quiere reconstruir exactamente los escenarios, la geografía y la topografía”. Pero está claro que, para revivir la cultura obrera, Peter Weiss también tuvo que obliterar algunos aspectos del presente.
Además, en el archivo se guardan mapas turísticos, guías, postales y un gran número de reproducciones de obras de arte vinculadas al proceso de escritura de la novela. Hay ilustraciones del Friso de Pérgamo, de La balsa de la Medusa pintada por Géricault, una doble página de la revista Harpers Weekly en la que se reproduce una tela del siglo XIX firmada por Robert Koehler y que tiene por motivo principal una huelga, y muchas otras que revelan que La estética de la resistencia constituye un itinerario estético para la educación popular de las clases subalternas. Eso que un crítico como Fredric Jameson ha calificado de bildungsroman proletario.
Pero entre todos estos materiales, entre los que también hay textos de divulgación como un número de la revista Historia y Vida dedicada a la Guerra Civil, destaca una hoja de naranjo seca. En un pasaje de la novela se describe cómo estando en Valencia, “Ayschmann –otro ex brigadista– abrió una revista, Cahiers d’Art, que contenía las reproducciones de las distintas etapas de la evolución del cuadro de Gernika”. El desplegable de la pintura de Picasso, que había sido presentada al público en el Pabellón de la República española durante la Exposición Internacional de París de 1937, contrastaba –tal como escribió Peter Weiss– con el “deslumbrante y extremadamente luminoso azulverde de las hojas de los naranjos”. Una frase inspirada, quizás, por esa única hoja seca, guardada entre carpetas, y que ha perdido todo su color. Pero, en definitiva, un síntoma de la vocación documental de Peter Weiss.
Alfonso Sastre, que se convertirá en el principal valedor suyo en España, a menudo se había referido a él como un representante destacado del teatro documentario. El gran éxito de Persecución y asesinato de Jean Paul Marat –pieza teatral conocida como Marat/Sade– había afianzado la reputación internacional de Peter Weiss. Su estreno en 1963 desató una oleada de representaciones en diecinueve países. Peter Brook, Giorgio Strehler o Erwin Piscator pusieron en escena aquella pieza teatral con un desacomplejado carácter de investigación, presentada de forma desnuda y sin ornamentos retóricos. Gunilla Palmstierna, que se hizo cargo de la inmensa tarea compiladora que hay detrás del texto y la escenografía de Marat/Sade, aún se queja de que su nombre no apareciera por ninguna parte. Invirtió meses visitando la Bibliothèque Nationale de France en busca de imágenes y textos sobre la locura. Recuerda que el conserje, al que tuvo que convencer para consultar materiales prohibidos en la época, solía recibirla con un “Oh! C’est vous, Madame de Sade!”.
Irónicamente, la importancia de ese trabajo de recopilación documental y acumulación de datos históricos quedó glosada en La estética de la resistencia cuando en el último volumen Peter Weiss relató la estancia de Bertolt Brecht exiliado en Suecia, un episodio que termina con el protagonista (recordémoslo, álter ego de Peter Weiss) ayudando a empaquetar la biblioteca del famoso dramaturgo antes de partir hacia Estados Unidos. El mismo grupo de mujeres comunistas que han acogido a Bertolt Brecht en su huida del nazismo constituirán un ejército de pacientes y laboriosas colaboradoras. Ellas son las que facilitarán al autor los materiales históricos para montar Madre Coraje y sus hijos (1939-1949). La devoción por la inmensidad del tiempo histórico que comparten Bertolt Brecht y Peter Weiss aparece, no obstante, gestionada de modo diferente en cada uno de ellos. Peter Weiss repetirá que él trabaja solo, igual que lo hace un pintor en su taller, sin ayuda de ningún equipo. Por el contrario, Bertolt Brecht se beneficia de un trabajo colectivo que le permite sintetizar los datos.
Excesivo, vulnerable. Pero la desmesurada atención que Peter Weiss pone en la historia como prólogo de cualquier acontecimiento del presente, como en esas secciones en las que una conversación en la costa del Levante se retrotrae hasta la época de los fenicios, hace del texto, por momentos, un discurso farragoso. Cosa que hasta su más declarado admirador llegó a reprocharle. En una carta del profesor Hans Mayer a Peter Weiss, fechada en 1976 y en pleno proceso de escritura de La estética de la resistencia, este le sugería que “después de un extraordinario arranque del texto, la prosa caía en una trivialidad evidente, y después se volvía a recuperar…. y así ocurría una vez tras otra”.
Es probable que Peter Weiss recibiera el comentario con desagrado. Harun Farocki, que lo conoció en los últimos años de su vida, lo describe como una personalidad extremadamente vulnerable a las opiniones de los demás. Nunca dejó de ser una persona insegura. Hasta la publicación de La sombra del cuerpo del cochero (1960) no se sacudió de encima la sensación de fracaso. Un sentimiento que arrastraba desde los años en que ejerció de pintor y cineasta experimental.
La estética de la resistencia incorporó esas frustraciones en la recta final de su vida. En lo que se refiere a la pintura, la novela despliega los comentarios sobre un sinfín de obras que a menudo aparecen como reproducciones y no como originales, en situaciones de emergencia bélica, estrés o agotamiento tras una larga jornada de trabajo. Como si el arte ya no pudiera ser contemplado en la plenitud de las facultades perceptivas que imaginan las teorías del arte moderno, y en su lugar, tuviéramos que disponernos a una estética de la fatiga, a una percepción influida por la precariedad de nuestros horarios, a menudo incompatibles con los de las instituciones culturales que idealizan a su público como una panda de burgueses ociosos.
La primera obra que se contempla en la novela es el Friso de Pérgamo al que Coppi, Heilmann y el protagonista llegan exhaustos tras un largo día de trabajo. Allí, frente a las piedras, conversan y aprenden unos de otros. La escena sugiere que la calidad del arte se encuentra en la calidad del conocimiento derivado de él y no en la intensidad de la percepción. Una disyuntiva que el afán didáctico de Peter Weiss le lleva a exponer contraponiendo La huelga (1886) de Robert Koehler con otro cuadro de Adolph Menzel, La laminadora o los cíclopes modernos (1875). Si en el primer cuadro los trabajadores se han organizado para abandonar la fábrica y comunicar sus demandas a un señor con sombrero de copa, “el explotador”, en el segundo los obreros funden sus cuerpos con el calor de la máquina. Se muestran, como escribió Peter Weiss, “relegados a la fabricación de mercancías”. La diferencia revolucionaria, aunque estemos hablando de pinturas del siglo XIX, se encuentra en el descubrimiento de los intercambios comunicativos como lugar natural de una nueva productividad social. Exactamente lo mismo que se estaba pregonando en la Italia de finales de los años setenta cuando se declaró el fin de la fábrica clásica. Aunque a mediados de esa década Peter Weiss ya anticipara esas ideas en una entrevista que Alfonso Sastre publicó al fallecer el escritor, y en la que ya se lamentaba amargamente: “Ah, Suecia, Suecia… Este país es un ejemplo de lo poco que puede lograrse con la socialdemocracia: bajos salarios…, injusticias tan grandes como en cualquier país capitalista… Claro que al ser más alto el nivel de vida, no hay verdadera miseria…, nadie se muere de hambre, es cierto…, automóviles…, pero un ritmo de trabajo tan inhumano… que los obreros no tienen tiempo para pensar…”.