AYER, después de dejar a Laura Fjäder en la parada del autobús, me encontré con dos personajes de mis libros en el Bar de la Última Oportunidad. Uno era Indio. El otro, un narcotraficante. No camel ni camello ni dealer. Narcotraficante. Que me dijo: David, toma algo, que te invito yo. Le pedí una caña, en vaso de tubo, al camarero, un tipo que, por cierto, en sus buenos tiempos, dirigía un club de travelos. Bueno, el narcotraficante tenía un pedal enorme, al borde, por así decir, del coma etílico. Y cuando está así de colocado, y se encuentra entre colegas, le sale la vena sentimental y se arrodilla en el suelo y se pone a llorar o a pedirte perdón por algo que no te ha hecho. Tiene otra costumbre también. Sacar todo el dinero que lleve encima y depositarlo sobre la barra del bar en el que esté. Ayer, sobre la barra del bar de la última oportunidad, habría, no sé, quizá más de 1000 euros en billetes de 50, todos arrugados. Pensé que ahí había más dinero del que yo había ganado gracias a la poesía en lo que va de año. Sin embargo, a ninguno se nos ocurriría jamás de los jamases coger uno de esos billetes. No. El narcotraficante, a diferencia de lo que se suele ver en las películas de mierda que se han hecho sobre el tema, estaba solo. Ni guardaespaldas ni hostias en vinagre. Solo. Y, dicho sea de paso, se trata de un tío que no tiene donde llevar media hostia. Y menos en esas condiciones. Pero, ya digo, a ninguno se nos ocurriría levantarle uno solo de aquellos billetes. Es más: siempre que hace eso, los demás le decimos, le insistimos, en que se guarde el dinero en el bolsillo o en la cartera o donde sea, pero que lo quite de encima de la barra. Por supuesto, no nos hace ni puto caso nunca. Por supuesto, el narcotraficante no está borracho. Se hace. El dinero, en realidad, es una trampa. Es la forma que él tiene de saber en quién confiar o en quién no. 1000 euros, ya digo. O más. En cierta ocasión, y esto no es coña, yo estaba delante, un capullo cogió uno de esos billetes. Cuando quiso darse cuenta, una navaja de esas tipo Curro Jiménez le había clavado la mano al mostrador. Te lo cuento por si alguna noche entras en un tugurio cualquiera y te encuentras un montonazo de dinero, en billetes de 50, arrugados, sobre la barra. No se te ocurra acercarte a ese dinero. Hazme caso. Ni aunque, como yo, solo tengas en tu puta cuenta bancaria 10 miserables y putos euros. Ni siquiera lo pienses. Además, el narcotraficante este es un tío generoso, muy generoso, y casi fijo que, aunque no te conozca de nada, te va a pagar las copas hasta que decida pirarse o, como ayer, hasta que el camarero, después de consultarlo con él, decida echarnos a todos a la puta calle, truncando, así, nuestra última oportunidad.
AYER, después de dejar a Laura Fjäder en la parada del autobús, me encontré con dos personajes de mis libros en el Bar de la Última Oportunidad. Uno era Indio. El otro, un narcotraficante. No camel ni camello ni dealer. Narcotraficante. Que me dijo: David, toma algo, que te invito yo. Le pedí una caña, en vaso de tubo, al camarero, un tipo que, por cierto, en sus buenos tiempos, dirigía un club de travelos. Bueno, el narcotraficante tenía un pedal enorme, al borde, por así decir, del coma etílico. Y cuando está así de colocado, y se encuentra entre colegas, le sale la vena sentimental y se arrodilla en el suelo y se pone a llorar o a pedirte perdón por algo que no te ha hecho. Tiene otra costumbre también. Sacar todo el dinero que lleve encima y depositarlo sobre la barra del bar en el que esté. Ayer, sobre la barra del bar de la última oportunidad, habría, no sé, quizá más de 1000 euros en billetes de 50, todos arrugados. Pensé que ahí había más dinero del que yo había ganado gracias a la poesía en lo que va de año. Sin embargo, a ninguno se nos ocurriría jamás de los jamases coger uno de esos billetes. No. El narcotraficante, a diferencia de lo que se suele ver en las películas de mierda que se han hecho sobre el tema, estaba solo. Ni guardaespaldas ni hostias en vinagre. Solo. Y, dicho sea de paso, se trata de un tío que no tiene donde llevar media hostia. Y menos en esas condiciones. Pero, ya digo, a ninguno se nos ocurriría levantarle uno solo de aquellos billetes. Es más: siempre que hace eso, los demás le decimos, le insistimos, en que se guarde el dinero en el bolsillo o en la cartera o donde sea, pero que lo quite de encima de la barra. Por supuesto, no nos hace ni puto caso nunca. Por supuesto, el narcotraficante no está borracho. Se hace. El dinero, en realidad, es una trampa. Es la forma que él tiene de saber en quién confiar o en quién no. 1000 euros, ya digo. O más. En cierta ocasión, y esto no es coña, yo estaba delante, un capullo cogió uno de esos billetes. Cuando quiso darse cuenta, una navaja de esas tipo Curro Jiménez le había clavado la mano al mostrador. Te lo cuento por si alguna noche entras en un tugurio cualquiera y te encuentras un montonazo de dinero, en billetes de 50, arrugados, sobre la barra. No se te ocurra acercarte a ese dinero. Hazme caso. Ni aunque, como yo, solo tengas en tu puta cuenta bancaria 10 miserables y putos euros. Ni siquiera lo pienses. Además, el narcotraficante este es un tío generoso, muy generoso, y casi fijo que, aunque no te conozca de nada, te va a pagar las copas hasta que decida pirarse o, como ayer, hasta que el camarero, después de consultarlo con él, decida echarnos a todos a la puta calle, truncando, así, nuestra última oportunidad.