España es un país curioso. Es el único que conozco con suficiente detalle como para opinar, pero de verdad que me resulta curioso lo que pasa aquí. Hay épocas en que parece que sus habitantes seamos amebas, incapaces de mover un dedo por cambiar una realidad vergonzosa, y otras en que de repente estallan los fuegos artificiales y esto se convierte en el parque temático de las movilizaciones. Lo que pasa es que los fuegos artificiales son muy estruendosos y luminosos… durante un tiempo demasiado breve. Luego suele llegar la decepción, el desánimo, el hastío, y nada cambia. Bueno, sí, todo cambia a peor, porque quienes nunca descansan son los profesionales de «ganarse la vida» robando a manos llenas el dinero de todos. Es decir, empresarios corruptos, sus aliados políticos y satélites diversos, como esos por cuyas venas dicen que circula sangre azul (esperemos que el enrevesado vericueto lingüístico me libre de declarar ante un juez).
Hemos atravesado una etapa bastante yerma en cuanto a movilización social. El culebrón postelectoral que acabó permitiendo seguir gobernando a la organización criminal que todos aseguraban querer echar del poder, provocó tal bajonazo que, por lo menos en mi caso, sólo me dejó energía para mandarlos a todos a tomar viento.
Es verdad que en Catalunya hemos estado de lo más entretenidos con unos fuegos artificiales King-size, que al PP y a su pandilla de amiguetes casposos de pulserita y tirantes rojigualdos y maletín en Suiza les han venido de perlas (aunque se les vaya a acabar atragantando el cuñado liberal, ni de derechas ni de izquierdas, capitalista y, sobre todo, español) para desactivar cualquier otra reivindicación. Los juegos de banderas son siempre muy sufridos, como los tejanos negros.
Pero incluso el insufrible procés parece que empieza a dar muestras de agotamiento. Que muchos de sus seguidores más convencidos estén ya criticándolo abiertamente por no llevar a más Ítaca que la preautonomía y el encarcelamiento preventivo/procesamiento de sus impulsores es la prueba definitiva.
Quizás sea casualidad, pero en cuanto la afrenta independentista ha dejado claro que se sustentaba en una lamentable estafa vacía de contenido, pergeñada por políticos irresponsables e incapaces, han empezado a aflorar otras reivindicaciones comunes a todos los territorios del estado. La más significativa estas últimas semanas, por la sorprendente magnitud de las movilizaciones (sobre todo en Euskadi), la de los pensionistas.
No me lo esperaba. De hecho, estoy tan desconectado de los medios de propaganda comunicación, tan hastiado del día de la marmota independentista, que no tenía ninguna esperanza en que resurgiera la contestación ciudadana enarbolando una bandera tan alejada de los sentimientos identitarios.
El hartazgo de los pensionistas, que durante la última década han sido el salvavidas para miles de familias arrasadas por la crisis, esa estafa homicida perpetrada por los psicópatas del capital, seguramente era lo menos esperable y, precisamente por ello, lo más peligroso para un gobierno que funciona con el piloto automático, confiado en que las mascotas del sistema (por mucho que lleven palabras como socialista y obrero en el nombre) no van a hacer nada por cambiar la situación.
Los indignados de Twitter, esos que tienen soluciones para todo desde el sofá de su casa, tecleando soflamas entre capítulo y capítulo de la serie de turno en Netflix, han dedicado montones de caracteres a poner a parir a los malditos jubilados, que votan al PP. Pues ahí están, sacándonos las castañas del fuego otra vez, marcándonos el camino.
Haría bien la izquierda de este país, la que de verdad pretende cambiar las cosas, en aprovechar esta nueva oportunidad. Porque no se me ocurre un movimiento más amplio y con más potencial para hacer tambalear el sistema que el de la reivindicación de un modelo de pensiones justo, a salvo de los tentáculos del capitalismo caníbal.
El sistema de pensiones es un caramelo muy apetitoso para los vampiros del dinero. Hasta ahora le han ido clavando sus colmillos con moderación, pero se atisba ya el desmantelamiento total del modelo de protección social. Poco a poco hemos ido asumiendo que a medio plazo las pensiones serán un bonito recuerdo, que tendremos que trabajar hasta que la muerte nos rescate o bien formar parte de ese sector privilegiado (el que, por supuesto, se lo gana todo con el sudor de su frente) que se puede permitir contratar un plan privado.
Nos han empezado a inocular, como con tantas otras cosas, el veneno de la culpabilidad por pretender vivir a costa de lo público: quien recurre a subsidios y prestaciones es que no se esfuerza lo suficiente o, directamente, es un jeta. Y eso lo dicen quienes, liberales hasta la médula, viven a lo grande a costa de lo público.
Pero ellos, a diferencia de la mayoría de los de abajo, carecen de sentimiento de culpa y desconocen la vergüenza.
Los jubilados tienen ya poco que perder, y si se han echado a la calle dudo que se contenten con alguna promesa populista a modo de parche. Lo que debería pasar es que ese movimiento que devuelve la esperanza a quienes nos resignábamos a la vacuidad del politiqueo se amplíe. Proteger nuestras pensiones, las de los pensionistas de ahora y, sobre todo, las de las siguientes generaciones, debería ser suficiente reclamo como para volver a hacer política en la calle, la única que de verdad es capaz de cambiar las cosas.
La defensa de las pensiones puede ser un punto de partida que aglutine a otras muchas reivindicaciones. Hay tantas…
La lucha feminista, por ejemplo. ¿Por qué no? Las mujeres pensionistas sufren las consecuencias de un sistema que las penaliza doblemente. Esta semana se habla mucho de feminismo, sobre todo por la huelga convocada para el próximo jueves, 8 de marzo, Día de la mujer trabajadora. Los medios polemizan sobre los motivos, dicen que está politizada, que es excluyente… A ver, toda huelga parte de una motivación política y por supuesto que es excluyente; excluye a las clases explotadoras. La huelga es la principal arma con que cuenta la clase obrera para defender sus derechos, así que una huelga feminista desde luego que será feminista, pero también proletaria. ¿Cómo se van a sumar entonces las mujeres burguesas?
La lucha feminista tiene que ser necesariamente una lucha de clase. La mujer poderosa tiene tanto en común con la mujer obrera como lo tiene el hombre poderoso con el hombre obrero. El feminismo, en la medida en que reivindica la igualdad, es una amenaza contra un sistema, el capitalista, basado en la explotación; no es una amenaza, pues, contra el hombre. Por eso hay que ser feminista. Las mujeres que consideran a los hombres sus enemigos, violadores y maltratadores en potencia, no son feministas.
La confluencia en las calles de reivindicaciones tan potentes como las pensiones, los derechos de las mujeres, los derechos laborales, la libertad de expresión, el fin de la especulación inmobiliaria y la puesta en marcha de medidas verdaderamente efectivas contra los desahucios, una sanidad pública digna y una educación pública de calidad, entre otras; la confluencia de todas esas reivindicaciones, surgidas desde la sociedad civil, debería significar el punto de inflexión definitivo.
En Murcia, por ejemplo, miles de vecinos llevan meses en la calle protestando contra los planes urbanísticos que, para la llegada del tren de alta velocidad, prevén dividir la ciudad en dos. A pesar de la represión policial y económica (los está multando por manifestarse), no se rinden.
Potencial hay para provocar la dimisión del gobierno y que los que se siguen llamando socialistas y obreros se retraten (aún más).
¿Será capaz la izquierda de aprovechar esta nueva oportunidad (quién sabe si la última)?
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