La iglesia primitiva confrontó este problema cuando se ocupó del estatus de los creyentes gentiles. Habían sido excluidos de la comunidad de Israel con todos sus privilegios y sus pactos, y por eso era fácil verlos como ciudadanos de segunda clase a pesar de su fe en Cristo. Incluso después de Pentecostés y el derramamiento del Espíritu Santo, las viejas formas de pensar fueron difíciles de abandonar.
El apóstol Pablo habló de este verdadero problema cuando dijo: “Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación” (Ef 2.13, 14).
Hoy siguen habiendo muchas paredes de separación entre las personas. La naturaleza humana no es diferente en la era moderna, de lo que fue en el primer siglo: el poder, el orgullo y el privilegio siguen dominando en el reino de las tinieblas.
Lastimosamente, en la comunidad cristiana existen también muchos muros de separación. Pero el evangelio de Jesucristo sigue siendo poderoso hoy “para crear… de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz” (v. 15). No importa cuáles sean las barreras, podemos vencerlas al reconocer que todos tenemos acceso al Padre celestial por medio del mismo Espíritu (v. 18).
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