«Europa no se hará de golpe ni en una construcción de conjunto: se hará mediante realizaciones concretas, creando primero una solidaridad de hecho» afirmaba el ministro de Asuntos Exteriores francés Robert Schuman, en la declaración del 9 de mayo de 1950, considerada como la partida de nacimiento de la Unión Europea, ya que con ella se inicia el proceso de integración europeo, un proceso de supranacionalidad, que aconteció por primera vez en el mundo, y que se fundamenta en la necesidad de construir las bases de la paz y la cohesión social a través de una creación política.
Las elecciones del pasado mes de mayo nos dejaron un escenario político en la Unión Europea un tanto contradictorio, en lo referido a la consecución de un proceso de integración supranacional: político, económico y social, sui generis desde el punto de vista histórico, y en permanente cambio. En la noche del 25 de mayo, Europa recibió una severa advertencia respecto al futuro del proyecto europeo, así como al funcionamiento y la relación de las instituciones de la UE con los ciudadanos.
Europa necesita cambiar, reinventarse. Ese es el mensaje de las elecciones europeas. Hacia otra Europa, combinación de más Europa en algunos sentidos, menos en otros, y sobre todo, mejor Europa.
Pero, ¿qué puede esperar la ciudadanía de la composición del nuevo Parlamento Europeo? Aunque las dos grandes familias políticas de la UE, demócrata-cristianos y socialdemócratas, siguen siendo mayoría, han emergido con fuerza dos nuevos tipos de partidos: los eurófobos, que con un discurso nacionalista y anti europeo más o menos radical piden un retroceso en la integración; y los eurocríticos que, especialmente desde la izquierda, piden una Europa diferente, menos neoliberal – única ideología que se ha hecho presente de forma absolutamente hegemónica, orientando la política en un determinado sentido, imponiendo ciertos valores y principios – y más social.
El mensaje de insatisfacción de los votantes ha erosionado las bases tradicionales de apoyo a lo que ha sido la integración en las últimas décadas, que ha primado la consolidación del mercado interior y la creación de la unión monetaria sobre los elementos de integración política basados en la supranacionalidad. La interpretación es clara, esto exige a la instituciones y sus máximos representantes y mandatarios repensar el rumbo del proyecto, bien dando un gran salto adelante hacia la construcción de unos «Estados Unidos de Europa» -con un equilibrio entre sociedad, mercado y Estado-, o bien, si esto no es posible, dando marcha atrás en algunos elementos del proceso de integración para que el proyecto sea viable en un futuro inmediato.
Aunque este será el gran debate en la UE durante los próximos años, para bien o para mal, el Parlamento Europeo, la institución de representación directa de los ciudadanos, se atisba, tendrá un papel marginal en el mismo. Es cierto que desde que entró en vigor el Tratado de Lisboa en 2009, el Parlamento Europeo es más poderoso gracias a su capacidad de colegislador.
Pero también es cierto que su capacidad para afectar a la legislación que inicia la Comisión –siempre bajo la atenta mirada de un Consejo Europeo cada vez más poderoso– es limitada. En la mayoría de los temas, las normas le llegan precocinadas, y su capacidad de modificarlas es reducida. Además, algunos de los elementos clave de la legislación que se han aprobado en los últimos años para hacer frente a la crisis del euro, ni siquiera ha pasado por el Parlamento Europeo. Tanto el Pacto Fiscal como el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) se han aprobado mediante acuerdos intergubernamentales –llevados a cabo por los Estados miembros de la Unión-, no mediante el método comunitario; y el fondo de resolución de la unión bancaria a punto estuvo de salir adelante sin el input del Parlamento.
A pesar del reequilibrio institucional a favor del Parlamento Europeo por todos conocido, ahora con competencias mayores, el procedimiento de elección de esta cámara no ha supuesto un mecanismo robusto en cuanto a responsabilidad y legitimidad, así como el rendimiento de cuentas. En gran medida la legitimidad democrática de la UE depende más de la «legitimidad de resultado», de actuación, que de la «legitimidad de origen». Sin embargo, la ciudadanía europea parece haber retirado el cheque en blanco que se había extendido a la construcción de la UE desde su fundación y posterior desarrollo mediante los procesos de ampliación.
Destacar que en el área económica, la próxima legislatura europea estará marcada por el rediseño del euro, la moneda común. Un tema, el de la interminable crisis del euro, en el que la hoja de ruta está trazada y el Parlamento tendrá poca capacidad para modificarla. Es de esperar que populares, socialistas y liberales apoyen con pocas fisuras el avance de la unión bancaria, así como los primeros pasos hacia la unión fiscal que podrían llegar a continuación, por lo que la capacidad de influencia (o bloqueo) de los nuevos partidos será limitada, a pesar de los discursos empleados por los líderes de estas formaciones de nuevo cuño.
Lo que sí podría ocurrir, y no es descabellado afirmar que así sea, es que el auge del Frente Nacional en Francia asuste tanto al establishment alemán, que el gobierno de la canciller Angela Merkel acepte acelerar y mejorar (con más fondos) el proceso de unión bancaria y fiscal. Esto sería sin duda una buena noticia, pero, de producirse, la negociación clave tendría lugar en el Consejo y no en el Parlamento, de nuevo dando prioridad a las instituciones intergubenamentales. La UE, sobre todo la Eurozona, está necesitada de reformas en los tratados y en las políticas para avanzar en una unión económica que equilibre la unión monetaria y para colmar, de esta forma, el déficit democrático que atesora.
Podemos afirmar que la «crisis existencial» que experimenta en la actualidad la UE es un hecho más que asumido por todas las instancias de toma de decisiones en la Unión, o al menos, así debería ser. Es por ello, que el Parlamento Europeo –como poder legislativo y codecisor-, con independencia de su presidente, debe de volcar su actividad en la “Europa social” y el papel de la UE como mecanismo de solidaridad transnacional, a través de las políticas de cohesión económica, social y territorial, con objeto de promover una «convergencia real» de renta e indicadores sociales, aproximar los niveles de bienestar con los países de mayor desarrollo relativo, y atenuar los costes del ajuste y la transformación productiva.
Las realizaciones políticas del europeísmo desde la Segunda Guerra Mundial siguen dos trayectorias que delimitan la oposición entre las distintas visiones de Europa — «soberanistas» o «intergubernamentalistas» por un lado, y «federalistas», o «supranacionalistas» por el otro—: lo que se viene a denominar la Europa «laxa», basada en la cooperación clásica entre Estados soberanos, y la Europa «densa», la«supranacional» o «supraestatal», construida en torno a instituciones comunes, que limitan en mayor o menor grado las soberanías nacionales.
La apuesta gira en torno a qué camino seguir, y qué liderazgo es necesario en el contexto actual para recobrar la esperanza desde el más absoluto realismo por un proyecto de integración, en opinión de muchos, sin retorno posible.
Y así, Europa se encuentra hoy ante un dilema que habrá de resolver: o logra constituir una estructura supraestatal con fuerza suficiente para hacer política en el nuevo mundo globalizado y de esta forma tratar de solucionar los problemas y riesgos persistentes en sus sociedades, o retorna a esa especie de Edad Media, -en la que el Estado-nación es el protagonista hegemónico-, incapaz hoy de someter a regulación los mercados y de mantener en vida lo que ha constituido hasta hoy su principal razón de ser: el Estado del Bienestar.
Por todo lo anterior, se requiere una redefinición de la construcción europea como proyecto democrático y como instrumento político para la gobernanza efectiva de la globalización. Europa, a la postre, es hoy parte del problema, pero podría ser de nuevo la respuesta si se logra salir del fatalismo que, al servicio de la ideología dominante en las distintas instituciones de la UE, pretende hacer creer que no hay alternativas; y se consigue articular una visión renovada y edificar nuevas coaliciones políticas para hacerla realidad. Afirmar ese renovado proyecto europeísta, además de evitar los nada desdeñables costes económicos de su quiebra, supone también reafirmar una de las más relevantes agendas políticas de progreso del siglo XXI.