Yo fui a la huelga. Y lo hice por los siguientes motivos: el primero, porque estoy en contra de una reforma laboral atroz que reventará (ojalá me equivoque) el poco bienestar social que nos va quedando; el segundo, porque hasta la fecha es la única herramienta que conozco que me permite manifestar pública y democráticamente mi oposición a una decisión injusta del Gobierno de mi país, que es el que es, aunque yo no le haya votado; el tercero, porque a pesar de los sindicatos y todos sus graves errores, que los tienen, son colectivos necesarios en nuestra forma de Estado, la que tenemos, nos guste más o menos; la cuarta, porque juntos somos más y sigo creyendo en que la unión hace la fuerza; y quinto, porque necesitaba dormir tranquila con mi conciencia el 29 de marzo.
Yo respeto a quienes, por los motivos que sea, optaron por no ir, o quienes quisieron hacerlo y, lamentablemente, no tenían un trabajo del que ausentarse ese día. Soy consciente de las grandes dificultades que se viven hoy en muchas empresas; entiendo, incluso, que haya miedo, porque al fin y al cabo se trata de un sentimiento que cada uno puede tener libremente. Lo que me resulta insultante es escuchar “no fui a la huelga porque no vamos a conseguir nada”. Esa es la actitud que me entristece como trabajadora, porque es como si quienes sí fuimos hubiéramos sido estúpidos, insensatos o ridículos. Puede que me tachen de utópica pero, señores, la utopía también mueve montañas.