Con sus magnificentes dotes de verborrea, la pizpireta irlandesa era capaz de presentar y promover aquella bebida refrescante de sobremesa como si fuera una ambrosía de los dioses eficaz para el rejuvenecimiento de la piel, la sanación paulatina de medio centenar de males, permutas inexplicables en el estado de ánimo, etcétera.
No había mal que no pudiera corregir o atenuar la gaseosa “La Pitusa”.
Las burbujas actuaban en el organismo como agentes exógenos que, al entrar en contacto con la materia patógena, la devoraban en un acto premeditado de fagocitosis. Lorena tenía una explicación para todo y siempre avalaba sus palabras amparada por prestigiosos estudios científicos acaecidos en eximias universidades mundiales como la de Harvard, Wisconsin o Delaware.
Nadie cuestionaba nada si la envoltura del testimonio falaz sonaba trepidante, rutilante y fehaciente.
Con un halo de sempiterna autosuficiencia, aparcó su Renault cinco naranja y recorrió con la mirada el fascinante centro histórico, donde se guarecía en la ignorancia la credulidad de las gentes ávidas de seísmos emocionales en sus consuetudinarias tareas monocordes.
Al azar, seleccionó una cafetería llamada “El arco de Nerea” y se dirigió hacia allí con su alevoso caminar insinuante, moviendo las caderas exageradamente para que danzara al compás de sus tacones el breve e indecoroso vestido rojo con franjas azules que cubría sus macizos muslos blancos.
El tabernero la miró con suspicacia al entrar. Era un hombre fuerte y bajito, con una densa mata de pelo negro y corto que le cubría la frente hasta las cejas. Su rostro mofletudo tenía un aire adusto y un poco también como de bulldog nostálgico.
Su compañero tras la barra fingió que limpiaba los cristales redondos de sus gafas y de paso, le dio un buen repaso a su anatomía compacta y rebosante.
Media docena de tahúres, confabulados por equipos par engañar a los rivales con sagaces martingalas, dejaron a un lado las tretas y añagazas sobre el tapete, donde echaban humo los naipes, y espiaron con descaro a la novedosa forastera. Ella se apoyó adrede sobre el mostrador de manera que se levantara levemente el vestido y aquellos “feligreses” pudieran disfrutar brevemente de una buena panorámica de su lado posterior.
Cuando intuyó que habría captado ya su atención, se giró y sonrió maravillosamente al comprobar que sus suposiciones eran ciertas por unanimidad.
Sentados a la mesa había un hombre hirsuto y obeso que apestaba a marisco. A su derecha, un anciano de larga barba blanca de rabino.
Completaba el círculo un hombre bajito con cara de rata y ojillos córvidos, negros y profundos.
A su lado, la viva imagen del diablo y la seducción letal; la virilidad masculina convertida en tóxica tentación y lascivia prohibida. Nada más posar sus ojos en él, Lorena, esa arpía embustera y ladina que caminaba sobre un cable quebradizo e inestable desde hacía más de dos décadas, supo que los negros abismos insondable de los ojos de aquel canalla seductor residía una perfidia pareja a la suya: la perdición, la enajenación y la posesión de su cuerpo y de su alma.
Como si pudiera leerle el pensamiento, él le sonrió con autosuficiencia. Lorena experimentó por primera vez en su vida cómo todo su ser abdicaba frente al magnetismo omnímodo de aquel príncipe de las tinieblas de atezada piel morena y negro cabello corto y engominado.
Sus facciones eran de una belleza sobrenatural y cruel. A Lorena se le asemejaba a un forajido truhán, con su barba espesa y negra de tres días. Tenía los pómulos marcados y la barbilla, cuadrada, preponderante.
Llevaba la camisa negra abotonada solo hasta la mitad. Desde donde ella podía ver, tan solo podía avizorar un torso moreno, lampiño y musculoso.
Se acercó a la mesa y se presentó, dilapidando encanto y donaire. Acababa de llegar a Altea y venía a “regalarles” un surtido exclusivo de gaseosa “La Pitusa”.
Enseguida, su espontánea locuacidad se prodigó en encomios sobre las excelencias del producto que traía. Nada que ver su gaseosa con la bazofia que se vendía por ahí…
Para corroborar sus palabras y dotarlas de robustez, Lorena adjuntó a su perorata grandilocuente una recolección mayúscula de presuntos informes que avalaban egregios científicos estadounidenses, como el Dr.Marshall Darwin o el físico cuántico LeRoy Scott.
Eran palabras de oropel, ornamentales, que no significaban nada en absoluto y que sin embargo, sonaban en boca de la risueña irlandesa como verdades incuestionables.
Los taberneros acabaron comprando diez cajas que recibirían en los próximos días, pues en su humilde Renault 5 no tenía espacio para almacenar tal cantidad, tan sólo una breve muestra del milagroso producto burbujeante.
La meticulosa y artificiosa buhonera utilizaba como señuelo de embeleso la rotundidad de su fisonomía generosa para mantener a aquellos botarates en un estado de hipnosis temporal.
Movía las caderas y se apoyaba deliberadamente sobre la mesa para que el vestido ascendiera unos centímetros y así, en un “descuido”, quedara al descubierto una nueva panorámica ignota de la línea de sus muslos desnudos.
El hombre hirsuto que apestaba a marisco se llevó tres botellas después de escuchar el testimonio de un deshollinador de chimeneas gallego. Lorena llevaba una pequeña grabadora donde se recogían fraudulentas declaraciones panegíricas que no hacían sino encumbrar entre lo divino y terrenal las excelencias de la gaseosa “La Pitusa”.
“Yo trabajo desde hace más de 10 años desatascando chimeneas, limpiando fogones. Tenía la piel hecha trizas, cuarteada, seca. Comencé a tomar un vaso diario de gaseosa “La Pitusa” y a las pocas semanas mi piel estaba mucho más elástica y fuerte”
Dos botellas más fueron a parar al patrimonio personal del bajito con cara de rata y ojos de cuervo. La grabación amañada presentaba también a una mujer de 77 años que había rejuvenecido más de 20 desde que tomaba un vasito de la gaseosa.
Un prolijo informe del Dr.Harold Rudolfmayer, decano de la universidad de Atlanta, daba fe del célebre caso.
Se desmoronó su castillo de naipes cuando el demonio con piel de hombre la invitó a su casa para departir tranquilamente y hacer fructíferos negocios juntos.
La víbora que cohabitaba en el interior de Lorena se replegó a la defensiva mientras una alarma de pánico le advertía de los riesgos de intimar con un rival tan peligroso y atractivo.
La mente le conminaba a eludir el envite; su cuerpo solo podía “pensar” en sumergirse en la lujuria. Llegada la noche, la concisa conversación sobre las propiedades de la gaseosa feneció en silencio frente al número 5 de la calle Villa Gadea cuando aquel hombre talismán, de nombre Sandro y origen siciliano, acalló sus palabras introduciéndole la lengua en la boca y comiéndosela a besos.
La pasión de Lorena se desató revoltosa, díscola e indómita. Hicieron el amor en el portal, a oscuras, como dos fieras salvajes que hubieran pasado media vida atrapados entre los muros inexpugnables de la castidad.
El demonio con piel de hombre le arrancó las bragas de un tirón y le subió el vestido. Ella, escandalizada y enferma de lascivia, se montó sobre él a horcajadas, cruzando las piernas por detrás de su espalda poderosa.
Cuando comenzó a embestirla, sin la menor delicadeza, los gemidos de Lorena resquebrajaron la liviana corteza del silencio y el mundo pareció derrumbarse a sus pies, entre oleadas de dolor y placer, incontinencia y depravación.
Hicieron el amor toda la noche bajo los tórridos flujos de la ducha, derramados sobre el suelo de mármol blanco, o enganchados y sudorosos encima de la lavadora, la cama y la encimera de la cocina.
A la mañana siguiente, cuando el éxtasis abandonaba su cuerpo desnudo con la caricia despiadada del frío royéndole las entrañas, se encontró sola sobre el lecho amatorio.
Sandro no estaba, ni tampoco su minúsculo vestido de franjas azules. No veía su bolso, ninguna de sus pertenencias…
Todo el dinero escamoteado a incautos y crédulos se había desvanecido. La arpía artera que cohabitaba junto a Lorena coligió de inmediato que la razón, esa locutora dicharachera y aterrada que no cejaba de rogarle que eludiera el envite del galán, había perdido la batalla contra la hambruna de la pasión y un demonio con piel de hombre.
Sandro le había sisado todo aquello que ella misma había afanado con anterioridad utilizando mezquinas argucias, análogas a las que a ella la dejaban ahora desnuda y desvalijada.