Está bien eso de no entrar adonde a
uno no lo llaman salvo que, animado por la curiosidad, se ignoren los
protocolos de la convivencia, las reglas del civismo y la bendita
urbanidad. Ninguna de estos contratos (algunos tácitos, otros
legislados) de la sociedad impide que uno hocique en casa ajena,
olisquee, haga un tour fugaz por el mobiliario y salga más contento que
un caracol en un espejo, inventariando las cosas aprendidas. Algunas de
ellas caerán en el olvido, por irrelevantes, por incomprendidas, pero
otras endulzarán conversaciones, animarán tertulias, impedirán que no
estemos callados, tan solo escuchando, sin meter el cuchillo en la
hogaza de pan recién acanalada. Lo
que importa es posicionarse, convenir un argumento con el que rebatir
los contrarios, amarrarse a una columna y evitar que nos zarandee y nos
arrumbe el viento. La mía es una de humo. No porque sea volandera mi
manera de pensar y hoy comulgue con papistas y mañana me acueste con
impíos. En la incertidumbre se vive mejor. Es más creativa la fugacidad
que la inmanencia. Lo único a lo que podemos aspirar en la defensa
hostil de nuestros principios es a perder la bendita posiblidad de
entender los de los demás. Y de verdad que hay ocasiones en que los
criterios ajenos cansan más de lo que uno podría soportar, pero más
soportó Giordano Bruno y con más empeño lo quemaron. De todas formas, nada verdaderamente tampoco hoy. El día transcurrió con absoluto rigor. Las mismas plazas ocupadas. Los mismos tenebristas comentarios sobre el futuro de la raza. La misma ventana desde la que observar el inamovible paisaje. Es una foto fija. Es una composición. La ventana es un privilegiado observatorio y el que se acomoda en su alféizar es un espectador al que se le permitió contemplar el rodaje de la trama. Porque igual todo es una película y no sabemos qué papel desempeñamos. Nadie nos lo contó. Solo nos arrojaron a la escena. Ni un mal libreto. Ni una línea de texto. Solo el temblor de no saber y el deseo firme de que no se sufra en demasía.