Cuarenta días se cumplen hoy de la fecha en que se me otorgó el título de Doctora en Comunicación Audiovisual. No les aburriré con la batallita de los acontecimientos, entre otras cosas porque no es lugar ni contexto de dar a conocer tal información no obstante, si mi tesis sobre el cine de Roman Polanski por fin ha logrado ver la luz, mis reflexiones sobre la última de sus películas también pueden hacerlo.
Con el complejo, críptico, embustero, cínico y profundo cine de Roman Polanski, me sucede a veces algo semejante a lo que me ronda la mente cuando veo una película de Michael Haneke, en tanto que ambos autores tienen una tendencia magistral a rebozarse cual marranos en la mierda del mal humano sin mancharse. En ocasiones contadas, puesto que los dos tienen estilos bien diferentes, que los obligan a desembocar en correspondientes géneros nada paralelos (y no profundizo en el asunto que me muerden los leones) Michael Haneke hace una película para decirnos que la vida del hombre la componen una serie de catastróficas circunstancias que no hacen otra cosa que alimentar el carácter cruel, egoísta autodestructivo y también, paradójicamente superviviente que lo define por naturaleza y Polanski, también.
Si alguien se atreve a olvidar por un momento tales asuntos, no tiene más que darle un pase a El tiempo del lobo (2003), Funny games (1997, 2007), Cache (2005) o La Cinta Blanca (2009) para refrescarse la memoria con un encantador ejercicio audiovisual.
Pero Roman Polanski, que es quien me interesa aquí y ahora (y hasta ahora casi siempre, me digan lo que me quieran contar) aun queriendo llegar a las mismas conclusiones, se sirve de otras tácticas y estrategias, menos brutales y más circenses: ataca al subconsciente del espectador sin necesidad de abrirlo en canal con un cuchillo de matarife; él lo cubre todo con una pátina siniestra que no se ve pero que se intuye, que no se toca pero que se siente, que está ahí aunque no debería y que en definitiva, sale a la luz cuando debía haber permanecido oculta.
Durante un tiempo sentí indignación al comprobar el vacío mediático del cual había sido víctima La Venus de las Pieles en España. Desde su estreno en el festival de Cannes el pasado año, ni pena ni gloria la acompañaron en su viaje por las salas de nuestro país. Apenas se comentó, ni hubo eco alguno en los textos de los críticos. Nada de nada.
Pero un año después y coronada como me hallo por los laureles del reconocimiento universitario, consigo verla y comprendo, que no podía ser de otra forma.
Es tremendamente difícil hablar de esta película sin meter la pata. Enrevesada y con mala leche, es una historia muy interesante (y que sin duda David Ives desarrolla a la perfección en la obra de teatro original que no he leído) convertida en película vengativa que nos agrede a todos los que nos sentamos a verla.
Roman Polanski responde mandando a la mierda a los que se han entrometido en su vida hasta la fecha, sacude de un puntapié a machistas y feministas, misóginos, homófobos, lectores de novelas pseudoeróticas, amigos de su cine "de siempre" y enemigos de sus tramas y enfoques.
Ni uno se salva.
Ya en la conferencia de prensa del festival hizo y deshizo a su antojo, toreando las respuestas y fingiendo una provocación que no era más que publicidad contante y sonante de su trabajo. Un genio es lo que es y su esposa, una brillante actriz.
Emmanuelle Seigner sostiene en toda su envergadura un personaje que va abriéndose y cerrándose como una matryoshka, una diosa que seduce a su mismísimo creador y lo hace postrarse y lamerle la punta de su bota. Un duendecillo en forma de mujer todoterreno que saca la verdad desde el fondo del agujerito en donde va uno escondiendo esas contradicciones que acumula en su conversación, durante toda la vida.
Pero que no se note, que sólo moleste. Que nos haga pensar hasta mucho después de haberse acabado la película y que no seamos capaces de hablar de ella (con lo sencillo que ha sido siempre acudir a la vida de Roman Polanski cada vez que se ha querido comentar su cine ¿verdad?). Que nos haga reconocer que el mal sigue ahí y que lo mejor que uno puede hacer es torearlo y seguir con su vida, tapando bocas.