Hace un par de semanas amanecí retorciéndome de dolor y completamente débil. Conseguí coger un taxi, pero al llegar al vestíbulo del hospital me derrumbé en el suelo como si me hubiese disparado de golpe el marine francotirador de Clint Eastwood. Al faltarme el aire, creí que se trataba de un infarto. Finalmente fue una gastroenteritis aguda, que me dejó igual de exhausto que si hubiese recorrido la maratón de Nueva York a pata coja. No fue nada grave, pero al despertar, estirado en una camilla y "recolocado" en fila india con otros pacientes, -sin más compañía que mi ropa en una bolsa de basura-, me di cuenta de que la vida debería ser otra cosa. Antes de caer, pude apreciar el recelo que provocaba mi lamentable estado. Sospecho que la gente pensó que llevaba encima una cogorza monumental al estilo Reina Madre de Inglaterra, o que simplemente me quedaban dos días.
No hay nada más instructivo que encontrarte al límite para conocer la verdadera naturaleza humana. Solo había transcurrido un instante y ya era un simple número más. Me quedé en aquel frío corredor durante horas, esperando entre cientos de enfermos que la saturada sanidad pública me devolviese a mi estado natural. El sistema, responsable de su saturación, promueve sin cansancio la sanidad privada. En habitaciones individuales y asépticas es más fácil disfrazar y obviar la realidad. Es por la misma razón por la que los poderosos no cogen el metro, salvo en período electoral.
Vivir de espaldas a la evidencia de la enfermedad, al dolor ajeno y a la miseria, nos hace creer que permaneceremos eternamente protegidos dentro de una burbuja. Aunque se trate simplemente de una mera ilusión.Las estadísticas señalan que en los barrios ricos se vive mejor y más años que en la periferia. En definitiva, la realidad del sistema señala que tener dinero proporciona un pasaje a un futuro más cómodo y duradero. Lo que luego se haga con ese dinero y la vida, ya es otro debate.
Sería muy instructivo ponerse al otro lado de la barrera y conocer lo que se siente cuando te sabes temido o excluido. Percibir por un momento cómo duele nuestra presencia, como incómoda. ¿Qué ocurriría con nuestra seguridad?, ¿Con nuestras certezas? ¿Es posible progresar cuando has sentido desde siempre que no importas a nadie?
Hay casos excepcionales de personas que han conseguido sobrevivir en circunstancias terriblemente adversas, ¿pero cuántas otras no habrán sucumbido en el anonimato más cruel, sin que ni siquiera hayan sido contempladas en las estadísticas más fiables?Tras la caída, y sintiéndome terriblemente pequeño en aquella camilla, de golpe advertí que pasaba frente a mi, en una silla de ruedas, el indigente que hace más de una década veo deambular frente a casa de mi madre. Durante todos estos años, no ha dejado ni por una sola vez de pedirle dinero. Siempre dice que con un simple euro le basta. Instintivamente cambié de lado para que no me reconociese. En aquella posición permanecí hasta que desapareció tras unos biombos blancos. Mi reacción me hizo sentir terriblemente miserable, todavía mucho más pequeño.
No se trata de caridad cristiana, ni de algo tan políticamente correcto como la compasión. Sino de humanidad y empatía. ¿Quién soy yo para girarle la cara a otro ser humano? ¿Por qué ese rechazo? Nunca he pensado que yo fuese mejor que él, apenas le conozco. Todo y que ha formado parte de mi paisaje durante muchísimo tiempo. En realidad, mi conducta fue de desconfianza, hostilidad e incomprensión. La postura habitual de un nihilista pequeñoburgués.
A pesar de considerarme un tipo de ideas progresistas y comprometido en la lucha por un mundo más justo, de repente aquella circunstancia hizo que se tambalearan parte de mis cimientos. No solo fue la conducta del hospital la que me preocupaba, sino la que había tenido frente a él durante años. ¿Qué es exactamente lo que me incomodaba de su presencia? ¿Porqué a veces, obligo a mi madre a cruzar por otra esquina cuando siento que la persigue? ¿Qué conducta o palabras tendría que decirle para que comprenda que se trata de una simple pensionista? ¿He dejado por un momento de pensar en mis circunstancias, para ponerme en las suyas?
Razonar es antes que nada dudar. He llegado a la conclusión de que su realidad me duele. Independientemente de que me incomode que persiga a mi madre. Es indudable que ella tiene una pensión, familia y un techo. También me doy cuenta, y esto no exime mi culpa, de que la saturación de problemas propios, a veces me incapacita para enfrentarme a otros. Por el contario, mi madre no ha dejado jamás de comprarle su revista.
La mayoría de las mujeres de su generación pueden con lo propio y lo ajeno. ¿Hasta dónde habrían llegado si las hubiesen permitido volar solas? ¿Cómo sería hoy el mundo y nosotros mismos, si no hubiesen tenido sobre sus espaldas el peso de los anacronismos y convencionalismos más estériles?Nada de lo que es humano, deberíamos sernos ajeno. A estas alturas de la escalada de quebrantos, uno se pregunta qué bloqueo mental o emocional nos ha llevado hasta aquí. La pobreza y las amargas caras del hambre, el incremento de los desequilibrios sociales apenas aportan grandes novedades morbosas todos los días y resbalan sobre nuestras coincidencias. La saturación no debería diluir nuestras emociones. ¿Cómo es posible que haya olvidado la mirada de lástima que sentía sobre mis espaldas, cuando de pequeño paseaba por el barrio a mi hermana con parálisis cerebral?
Siendo distinto, estoy convencido de que más de uno, cruzó la calle para no enfrentarse a una realidad tan dolorosa como la que nosotros representábamos. Éramos la evidencia de que a cualquiera le podía pasar lo mismo. Y ahí esta la clave. En el fondo todos tenemos miedo.La triste verdad es que el miedo es un arma de doble filo. Porque el acto de ignorar o de infligir dolor a otros indudablemente degrada y corrompe a quien lo perpetra. Además, quienes sufren el dolor no salen ilesos de este desprecio. La verdadera consecuencia de la insensibilidad y brutalidad que mostramos frente a la realidad ajena, es que crea una sucesión de acciones y reacciones que hacen que la brecha que nos separa todavía sea mucho más honda.
El peor de los errores sería convertirnos en seres vegetales. Alienados y sin capacidad crítica. No podemos ser cómplices de esta regresión insostenible. Tal y como señala Zygmunt Bauman: " Aún a contraviento, en condiciones adversas, debemos cavar los nuevos surcos y sembrar las semillas para contribuir a cosechar otros frutos que no sean los del sistema-tan amargos-que un día aciago decidió orientar su rumbo con la referencia exclusiva de los mercados, y desechar la justicia social la igualdad y la solidaridad.
Recuerdo un día, que salíamos de una entrevista y yo iba al lado de Anna Ferrer, presidenta de la Fundación Vicente Ferrer. Se nos acercó una mujer e insistió en que le diésemos alguna cosa. No tuve tiempo de reaccionar, cuando Anna ya le había dado unas monedas. Pensé en mi madre y en el indigente de la calle Secretario Coloma. Eso fue bastante antes de encontrámelo en el hospital. Anna me miró y sin darle más importancia me dijo: "Vicente siempre decía que no existe otra posibilidad en el mundo que preocuparse por los demás y por el injusto orden del mundo del que formamos parte".
Aunque exista una parte filantrópica que pueda alimentar el ego, no me importa. O nos involucramos activamente, o dejaremos de existir. El compromiso es con la verdad, la independencia y la sociedad. Y con la propia conciencia.
C. Marco