LA VIDA EN DOS SENTENCIAS. Inédito 10 de febrero de 2012
Casi han pasado desapercibidas y, sin embargo, me parece que son lo bastante relevantes como para merecer un cierto comentario. Dos sentencias judiciales dictadas recientemente. La primera, por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. El fallo expone que el embrión humano –o parte de él- no es susceptible de ser registrado como patente. La cuestión no es baladí. A instancias de Greenpeace, el alto tribunal sostiene que ninguna parte –células, en este caso- del embrión humano es idóneo de destinarse a investigación, como no sea a favor del propio embrión, que, a su vez, ha sido destruido para obtener esas células (¡!). De esto se infiere lógicamente un doble significado: a) que ningún embrión humano, ni parte de él, puede ser patentado con fines comerciales, ni siquiera invocando una supuesta razón altruista de investigación; b) que el embrión humano tiene un estatuto que va más allá de cualquier cosa: no se puede registrar ni patentar, pues merece protección por sí mismo y es susceptible de recibir terapia.
La segunda sentencia corresponde al Tribunal de Derechos Humanos del Consejo de Europa que tiene su sede en Estrasburgo. Afirma que no existe un derecho al aborto que dimane directamente de los tratados internacionales en materia de derechos humanos. Es más, insta a que se proteja, en lo posible, la vida del no nacido. El Consejo de Europa es un organismo que se constituye después de la segunda guerra mundial. Tiene como objeto impedir que surja en su seno un nuevo estado totalitario que margine legalmente a cualquier minoría, la señale y la conduzca a una “solución final”. El holocausto nazi es memoria colectiva de los más horrendos crímenes perpetrados en el seno de teóricas sociedades “cultas y civilizadas”. En este marco, la sentencia pone el punto de mira en esa minoría de la que todos, en un momento de nuestra existencia, hemos formado parte: la del no nacido; para que no sean los nuevos parias.
H. Arendt señaló -Los Orígenes del Totalitarismo- que “cuanto más desarrollada está una civilización, más evolucionado el mundo que ha producido y más a gusto se sienten los hombres dentro del artificio humano, más hostiles se sentirán respecto de todo lo que no han producido, respecto de todo lo que simple y misteriosamente se les ha otorgado”. Y más adelante, añade que “todo lo que nos es misteriosamente otorgado por el nacimiento y que incluye la forma de nuestros cuerpos y el talento de nuestras mentes, sólo puede ser tratado adecuadamente a través de los imprevisibles azares de la amistad y de la simpatía, o de la enorme e incalculable gracia del amor, como dijo Agustín: Volo ut sis (quiero que seas), sin ser capaz de dar una razón particular para semejante afirmación suprema e insuperable”. El mal radical emerge en un sistema en el que todos los hombres se tornan igualmente superfluos e intercambiables, si pensamos en términos funcionales. Y podríamos concluir que el bien se sitúa justamente en el ámbito contrario; el de que todo ser humano es siempre lo más valioso, sea cual sea su estatus y condición.