Poco importa si el artículo en cuestión es caro o barato, útil o inútil, o si encaja aunque sea remotamente con el resto de nuestra vida. Es bonito, ideal si me apuras, y eso es lo que cuenta, lo único que cuenta en este mundo en que uno se puede ganar la vida como food stylist o curator. Éste último es mi preferido. No me digan que no debe ser lo más pasarse la vida desbrozando lo bonito de entre la maleza de lo feo.
Lo mío con la granja fue un amor a lo instagram, con sus filtros velados y sus retoques cibernéticos. Vi el columpio colgando del castaño milenario y el resto es historia. Quería ese columpio en mi feed y esos suelos de madera eterna en mi muro de facebook. Y punto.
Los tigre somos así, impulsivos tirando a compulsivos, y descerebrados a más no poder. Obnubilados todavía por la lozanía de las vacas del vecindario recogimos los bártulos y nos mudamos. A palo seco, como quién hace un retuit.
No nos paramos a contar los kilómetros que nos separaban de la civilización ni a valorar si los señores de Vodafone servían cobertura por estas latitudes. Tampoco se nos pasó por la cabeza preguntar si por aquí gastaban internet, ni mucho menos teléfono fijo, como tampoco contábamos con la población autóctona de fauna y flora que profilera tanto dentro como fuera de estos muros que ahora nos cobijan.
Por no mentar la cruda realidad de que los magníficos huevos de las gallinas pintorescas que pululan por el jardín vienen acompañados de un pestazo a gallináceo que riéte tú del abono que echamos en los jardines domables de las afueras cosmopolitas.
Más desconcertante todavía que la eclosión de una especie asquerosa de caracol de proporciones bíblicas sin caparazón es la multiplicación de los niños. Lo mismo te desaparecen cuatro que te aparecen seis. Es totalmente imposible calcular con cuantos vas a cenar. Por lo visto, en el campo los niños son de todos y de nadie en particular.
No hay verjas ni timbres, no existe tu casa y mi casa, sólo un dónde jugamos hoy y a ver en que cocina hay menos verde para cenar. Por aquí bajas las escaleras con tu bata de guatiné y no no sabes a ciencia cierta a quién te va a tocar embutirle el colacao ni si se presentará alguno a la cita obligada con el brócoli.
Pero lo cierto es que por las noches, cuando las acuesto agotadas de tanto correr como salvajes, con los pies negros y la sonrisa sucia de haber conseguido algún chocolate de extraperlo, me siento rendida a recuperar la cordura en el único rincón donde puedo gorronear wifi del vecino, y pienso que, pese a sus pises de gato y sus ponys asesinos, como en casa no se está en ninguna parte.