Convento de las Úrsulas, de monjas clarisas, en Salamanca
La vida ascética se podría definir con palabras como amor, fraternidad, silencio, comprensión, sacrificio, trabajo, austeridad, responsabilidad, etc. Y exige un nivel de vocación responsable de vivir en comunidad, servir a los demás miembros y vivir el silencio, es decir, hablar estrictamente lo necesario.
Aunque lo deseable era la entrada de las mujeres en religión por vocación, y éstas eran abundantes, pero en muchos casos, más que vocación eran otros los motivos que guardaban en su corazón y por los que preferían una vida monástica que la que le tocaría vivir en realidad. En este post que ya publiqué describo algunas de esas razones.
Lo más importante en estas comunidades era la oración, que limita y condiciona cualquier otro acontecer cotidiano. Así, la vida transcurre entre rezo y rezo, y mientras, hacen sus labores. La jornada diaria, según San Benito, se dividía en seis partes: oficio divino, meditación, lectura de los textos bíblicos, trabajo manual, sueño y comida.
Lo que se buscaba con esta organización, no sólo en esta regla sino también en el resto, es guardar la honestidad en las costumbres y unas reglas mínimas para la convivencia. Aunque con el tiempo estas reglas para la vida cotidiana tendieron a relajarse.
El Oficio divino cotidiano en el convento estaba dividido en siete horas: Maitines, Laudes y Pretiosa, que a su vez estaba dividida en Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas.
Por la mañana la campana despertaba a las monjas que con prontitud iniciaban los rezos matutinos en sus celdas. El vestuario se componía de la saya, capa, escapulario todo ello de gran sobriedad y sin adornos. Tras otros dos toques de campana, todas se dirigían al coro para rezar los Maitines y los Laudes, hacían lecturas breves, etc. Luego llegaba el tiempo de la meditación y la reflexión personal, es importante el silencio.
Antes del desayuno, tras la Hora de Prima, han de confesarse de culpas y defectos como actos de humildad, es el llamado capítulo de culpas. Tras él, llega la misa, parte vital y obligatoria para la Comunión diaria de todas las monjas. Cuando acababa el oficio, eran llamadas al refectorio, lugar destinado a las comidas. Allí, sentadas en sus respectivos asientos, se disponían a desayunar, solían tomar leche con bollos de pan, siempre debían comer en el refectorio, tenían prohibido tener comida en sus celdas, a no ser que la priora dispensase de ello por enfermedad. Durante los tiempos de comida se había de cerrar todas las puertas del convento, incluso el locutorio y el torno a no ser que se tuviese permiso por causa de necesidad. Después del desayuno, las religiosas se disponían a rezar Tercia, que al igual que el resto de las Horas consta de himnos, salmos y lecturas breves. Tras el oficio, llegaba el trabajo manual, tres horas en sus celdas y una en la sala comunitaria, es su jornada ordinaria de trabajo. Debían trabajar pues según la Regla de San Agustín, “la ociosidad es enemiga del alma, y madre de todos los vicios…”, y según Santa Teresa, “tarea no se dé jamás a las hermanas; cada una procure trabajar para que coman las demás. Téngase muy en cuenta con lo que manda la regla que quién quisiere comer que ha de trabajar”. El tiempo que dedicaban las religiosas venía determinado por las costumbres del convento y estaba en manos de la superiora.
Los conventos se mantenían con sus rentas, donativos, dotes, e incluso algunas limosnas, pero llegaban tiempos en que eso no era suficiente y debían buscar su sustento de otras formas, por lo que iban organizando sus trabajos de cara al exterior, repostería, lavandería, costura y bordados y algunas también como guarderías y casas de acogida.
La mañana terminaba con el rezo de Sexta, parecida a Tercia pero con el rezo de algunos misterios del Rosario. A las tres de la tarde la campana avisaba de la hora de comer, aunque no acudían hasta que la refectolera avisaba con el címbalo de que la mesa ya estaba preparada. Con el primer aviso se reunían en el claustro para lavarse las manos. Comenzaban a rezar De Profundis siguiendo a la priora, luego ella entraba en el refectorio y las demás la seguían como en procesión, entraban de dos en dos, hacían una reverencia a la imagen o crucifijo que se hallaba sobre el asiento de la priora y van esperando de pie a que entrasen las demás. Cuando ya estaban todas, subía la lectora al púlpito y comenzaba a leer una vez se hallaban sentadas todas las hermanas. Tras la comida y la recogida de la mesa se rezaba la Nona, y tras ésta, comenzaba el silencio profundo.
Por la tarde también se trabajaba, solían dedicar a las labores unas dos horas, por lo que el total de su trabajo diario rondaba las cuatro o cinco horas bien organizadas pues era su sustento. Al ir acabando la tarde las religiosas eran llamadas al coro con los toques de la campana, tomaban sus asientos y se arrodillaban, así comenzaba el rezo de Vísperas, acto solemne y momento fuerte de la oración. La señal del címbalo las reunía a todas otra vez en el refectorio, donde tomaban la cena en absoluto silencio y escuchando a la lectora. Concluye con el toque de la campanilla y la oración. La cena solía ser casi nula en tiempo de Cuaresma y Advenimiento, igual que en la actualidad.
Tras ésta, tenían unos minutos de paseo o lectura siempre en silencio, e inmediatamente después eran llamadas al Coro para el rezo de Completas y la Salve Regina. Acababan el día y se iban ya a sus celdas a dormir. Como se observa la vida de las religiosas era muy tranquila, sobria, regida por las reglas y comprometida con las demás.
Bibliografía:
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