La vida íntima de los libros

Publicado el 22 febrero 2015 por Elena Rius @riusele

Si es usted de los que no creen que los libros tengan vida propia, es inútil que siga leyendo este artículo. Lo que sigue le parecerá tan descabellado como la existencia de hombrecillos verdes en Marte. En mi caso, sin embargo, a pesar de que reacciono con robusto escepticismo frente a cualquier fenómeno pretendidamente paranormal -bastante perpleja me suele dejar la realidad para sumarle más elementos incomprensibles-, el largo y prolongado trato con miles de volúmenes casi ha hecho de mí una conversa. O sea, que estoy más que dispuesta a creer a cualquier colega bibliómano que afirme que sus libros se esconden, o se reproducen con alevosía, o cualquier otra actividad más propia de gnomos de cuento que de objetos inanimados. (Por otra parte, siempre tuve debilidad por aquel cuento de los hermanos Grimm en que unos aplicados enanitos acudían cada noche a terminar el trabajo inacabado de un pobre zapatero -¿o era sastre?-. No me ha sucedido aún cosa semejante, pero no pierdo la esperanza.) De modo que cuando alguien que por su oficio ha vivido durante años enterrado entre libros, y dedicado durante toda la jornada laboral a leer, leer y leer, elabora una teoría acerca de la vida íntima de los libros, no puedo sino aplaudir su sagacidad al descubrir lo que otros apenas intuíamos. Por si aún no lo han adivinado -calculo que a estas alturas del artículo ya sólo quedan algunos maníacos de la lectura, que deberían poder acertarlo; el resto habrá huido a parajes menos fantasiosos-, estoy hablando de Bernard Pivot, conductor y alma del mítico programa de libros Apostrophes y del que le siguió, Bouillon de culture.

¿Se reproducen los libros entre ellos? Sí, por supuesto. Si no, ¿cómo explicar la presencia, en especial en pilas de libros descartados o en armarios cuya oscuridad favorece a los audaces, de obras desconocidas? ¿Quién no se ha encontrado de repente con un libro entre las manos cuyo título no le evoca ningún recuerdo? Casos así sólo pueden explicarse a través de la reproducción. [...] En mi opinión, las frases, los párrafos e incluso capítulos enteros se hartan de pertenecer a un libro que no les gusta o en el cual se sienten superfluos o torpemente utilizados. Optan entonces por elegir la libertad y abandonan el volumen. Ninguna frase ha querido abandonar nunca Madame Bovary o Viaje al fin de la noche, eso está claro. Cada palabra se siente bien e indispensable allí. [...] Pero hay muchos libros en que las palabras se aburren mortalmente. Las más valientes deciden, solas o en grupo, largarse. [...] De lo dicho anteriormente puede concluirse que, cuantos más libros mediocres o inútiles haya en una biblioteca o una librería, mayores serán los riesgos de reproducción. Las obras maestras, de las cuales las palabras se niegan a escapar, carecen en cambio de descendencia.

¿Tienen los libros, como usted o yo, humores? ¡Claro! ¡Cualquiera es capaz de darse cuenta cuando un biblioteca está de mal humor. Abatidos, grises, los libros tienen aspecto contrariado. [..] De hecho, cuando están de malas, se esconden, se vuelven esquivos, no están donde la mano había creído encontrarlos. Esta busca, desplaza, se pone nerviosa y no encuentra. O, si lo encuentra, el libro se le escapa y cae. Cree entonces ser torpe, cuando es él que se ha tirado voluntariamente. [...] Por el contrario, si su disposición es buena, si están de buen humor, los libros facilitan las búsquedas, Sabemos incluso de algunos que tienen la gentileza de abrirse ellos mismos por la página en que se había subrayado la cita esperada y otros, verdaderamente amables, que proporcionan espontáneamente, muy deprisa, dos o tres frases interesantes que no esperábamos encontrar allí.

¿Los libros pueden moverse solos? Sí. La prueba es que algunos cambian ellos solos de lugar en la estantería, no los encontramos donde los habíamos puesto y su desplazamiento altera el orden alfabético. Por lo general, lo que explica estas incongruentes dislocaciones son peleas de vecindad [...] algunos no admiten estar adosados a volúmenes notoriamente mediocres o a autores que les parecen indignos de cohabitar con el nombre que lleva impresa su cubierta. [...] Resulta patente que hay libros que, sin haber sido prestados ni robados, desaparecen de las bibliotecas y abandonan por sus propios medios el apartamento o la casa donde se alojaban. Estas fugas, poco frecuentes, y que prueban la autonomía de movimiento de los libros, se deben bien a violentas disputas de vecindad, bien a humillaciones insoportables. Un libro puede sentirse humillado si nadie lo abre nunca, si ha sido relegado a una estantería inaccesible donde la mirada del propietario-lector no se ha posado en él desde hace años, si el polvo se acumula sobre él...

Sí, sí y sí. Aunque mi cohabitación con los libros no haya sido probablemente tan intensa como la de Pivot, mi experiencia de años trajinando con ellos me demuestra a todas luces que sus respuestas dan en el clavo. No, señores, no es que veamos fantasmas, es que no es tan raro que los libros cobren vida. Y, a cambio de todas las horas felices que nos proporcionan, es nuestra misión como bibliómanos procurar que estén lo más cómodos y felices posible. De no ser así, ya lo saben, hay riesgo de fuga.