Revista Arte

La vida, una sombra que pasa entre el Ruido y la Furia,...o el Sosiego y la Calma.

Por Artepoesia

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Una de las tragedias literarias más conseguidas, desde casi las antiguas griegas escritas por Esquilo, ha sido quizás la conocida Macbeth de Shakespeare. Aquí, en este fiel reflejo de la pérfida naturaleza humana, el autor quiso descubrir, sin pudores ni delicadezas, la obsesiva ambición más criminal -el asesinato del rey a manos de su fiel servidor, el barón Macbeth-; y que no perdona nada, ni siquiera la más que atribulada lealtad, ahora víctima propiciatoria y necesaria para escalar los altos muros de la miseria. Porque así fue, porque así se deja aún reposar, a veces, en los egoístas momentos de una sensación premeditada, donde diseñamos, seducidos, la cruel estrategia desolada de nuestro porvenir. Y en donde cabe todo, la ruin mentira, la grandiosa reverencia y la cobardía más insolente; porque no se quiere ahora hacer trampas, pero se acepta una ganancia ilegítima. Porque se quiere, desde siempre, poseer lo que te grita ¡haz ésto para tenerme!, y, sin embargo, ésto sientes más miedo de hacerlo que deseo de no poder hacerlo.
En la última escena del quinto acto de esta Tragedia, cuando el desenlace más atroz se sospecha sobrevenir, cuando las profecías, las propias -y las ajenas sobre todo-, se adelantan sin consuelo; cuando la desgracia comienza a debatirse entre las paredes de su refugio, en donde ahora el protagonista se esconde de su posible error, de su horror, de los lamentos, descubre la nítida filosofía innecesaria: El mañana, el mañana y el mañana avanzan a pequeños pasos, de día en día, hasta la última sílaba del tiempo recordable; y todos nuestros ayeres han alumbrado a los locos el camino hacia los polvos de la muerte. ¡Extínguete, extínguete, fugaz antorcha!... ¡La vida no es más que una sombra que pasa, un mal actor que se pavonea y se agita una hora sobre el escenario y después no se le oye más...; un cuento narrado por un idiota lleno de ruido y de furia, y que nada significa!
Antes, mucho antes, al principio, cuando Macbeth comienza a elucubrar a solas lo que le han dicho, y le dirán -las profecías, sus cavilaciones, su codiciosa mujer-, monologa dubitativo sobre su trágica elección. ¡Si con hacerlo quedara hecho! ¡Si el asesinato evitara ya todas las consecuencias, y, acabado éste, se asegurase el éxito! Pero, no; la Justicia, del mismo modo que lo hacemos, nos presenta las mismas añagazas contra nosotros. Y se plantea además la ofuscación de su felonía, de su traición: La víctima está aquí, bajo mi casa y mi protección. Además, como su anfitrión debiera cerrar las puertas a su asesino, y no tomar yo mismo el puñal. Ha usado tan dulcemente su poder, tan intachable ha sido, que sus virtudes clamarían como trompetas angélicas contra el acto condenable de su eliminación.
Y continúa el protagonista, melancólico casi. Y la misma piedad, semejante a un niño recién nacido cabalgando desnudo en el huracán, o bien como un querubín transportado en alas por los corceles del aire, revelarían la acción horrenda a los ojos de todos los Hombres. No tengo otra espuela para aguijonear los flancos de mi elección sino mi honda ambición, que ahora salta en exceso mi cabalgadura, sobrepasándola para caer del otro lado. Así, de este modo, el creador británico William Blake (1757-1827) compuso su maravillosa y fantástica obra La Piedad. Este artista, pintor, grabador y hasta místico romántico, se adelantó muchos años a los Simbolistas, creando imágenes fantásticas, oníricas, mitológicas y hasta poéticas.
Vivimos inmersos, sin querer -otras queriendo claramente-, entre el desaforado y alocado estruendo de los ritmos vitales, innecesarios y lastimeros, de nuestra existencia, poderosos también, engendradores y aun falsos; o entre la sosegada calma y el tranquilo acontecer de la serena visión de otra existencia, también igual de poderosa, fructífera, y necesitada. Pero, a veces, no tenemos la elección de nuestra mano; generalmente porque no sabemos cómo una elección comporta otra. La primera elección, elogiosa decisión fue entonces, inestimable, sincera, tranquila, honesta casi; la siguiente elección, ¡espantosa!, por sufrida, por agredida, hasta por vergüenza, por cobarde decisión de una primera... Y, luego, el horror, el deseo inconfesable de nuestro oscuro anhelo. ¿Cómo no caer del otro lado de las cosas? Estimando ahora la medida del impulso, esperando mejor que se quede uno hasta sin traza, sin llegar apenas, sin herirse, sin que ahogue voces ni ademanes, que pasarse...
(Acuarela y tinta en papel La Piedad, 1795, William Blake, Tate Gallery, Londres; Óleo Flagelación de Cristo, 1880, William Adolphe Bouguereau; Óleo Gruta de las Ninfas de la Tempestad, 1903, Edward Poynter; Obra Sosiego en las dunas, de la pintora peruana actual Cecilia Oré Bellonchpiquer; Cuadro del pintor realista Jean François Millet, El Ángelus, 1859, Museo de Orsay, París; Obra Serenidad, 1942, del pintor británico afincado en España, Jorge Apperley, Granada.)


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