Ya apenas quedaban once de los más de treinta que llegaron a formar la hermandad en los buenos y lejanos tiempos de juventud.
Tiempos felices en los que el trabajo duro era lo que se esperaba de ellos. Y aunque las condiciones no eran las mejores para la salud, al menos la camaradería y el trabajo en equipo mitigaban los sufrimientos de aquel infierno húmedo y maloliente. La única moneda que premiaba su denostado esfuerzo era la satisfacción de cumplir con sus tareas varias veces al día.
El pesar de los miembros de la hermandad se acentuaba cuando los supervivientes eran conscientes de que la modernidad les estaba devorando. El plástico, los materiales nuevos, sumados a la tecnología, formaban engendros capaces de sustituirles a todos ellos. Sustitutos sin alma para hacer un trabajo despojado del tacto y las sensaciones que ellos habían derrochado por puro orgullo profesional.
Parecía que en los tiempos corrientes ya sólo se hallaba regocijo en lo nuevo. La experiencia sólo era algo de olor rancio y tacto recio. Un vestigio de carácter que impedía progresar en la dirección marcada por los buenos negocios.
El pensamiento incisivo estaba muy mal visto en aquellos tiempos de moderna sumisión, de modo que el hermano mayor, el más antiguo de su estirpe y líder de la vieja hermandad, simplemente se resignó a aceptar su destino con rígida elegancia.
Ajena a la tragedia que se cernía en su boca, la anciana suspiró y enjugó su miedo pensando en lo bien que le quedaría la nueva dentadura postiza.