La violencia contra un poder reaccionario es legitima

Publicado el 25 septiembre 2010 por Peterpank @castguer

I.

La violencia que no puede justificarse es simplemente criminal.”

Este enunciado “la violencia que no puede justificarse es simplemente criminal” entraña un circularidad insalvable, pues la violencia que se ejerce desde el poder (a diferencia de la violencia que los particulares puedan desplegar en defensa propia) necesita, siempre, una justificación intelectual que el poder siempre encuentra. La pregunta que habría que hacerse, creo, es bajo qué criterios la violencia del poder puede estar justificada. Me temo que no los encontraremos nunca. Porque la inmediatez de la “legítima defensa” en la cual los particulares encuentran refrendo a su reacción violenta nunca se da en las relaciones de poder, que siempre tienen muchos más matices y mediaciones.  La casuística de la violencia es  tan amplia que un debate sobre las condiciones de justificación de la violencia del poder creo que está abocado al fracaso.

Un criterio moral para la violencia de los particulares es bastante más sencillo de obtener que un criterio para la justificación de la violencia del poder. En el primer caso la casuística y la teoría pueden estar razonablemente cerca una de la otra. No así en el segundo. Un criterio general para la justificación de la violencia que ejerce el poder está abocado a la ruina o a la inaplicabilidad en cuanto se desciende a la casuística infinita y caótica de la pura realidad. Más fácil es determinar un criterio moral para la justificación de la violencia de los particulares como defensa frente al poder (caso paradigmático: sublevación del gueto judío de Varsovia).

Pero cuando el ejercicio de la violencia viene de quien tiene medios y poder para ello, un poder que difícilmente puede ser contestado con eficacia si no es por otro poder de igual magnitud, el caos está servido y la teoría fracasa. Ya los tratadistas cristianos de la “guerra justa” lo intentaron con distinciones tan finas como el “ius ad bellum” (criterios para la justicia o injusticia de la guerra en función de la querella suscitada, en función de la cosa reclamada, en función, como ahora dirían, de la “causa”, y procedimientos que deben observarse para la declaración de guerra) y el “ius in bello” ( normas de comportamiento en combate, líneas que no pueden traspasarse, es decir, fundamentalmente respeto a los civiles y a los no combatientes).
Huelga decir que la historia ya se ha encargado de demostrar, de forma pavorosa, la debilidad y dificultad para aplicar formalmente distinciones tan precisas. El que se siente legitimado por el ius ad bellum tiende a sentirse legitimado para conculcar el ius in bello. Y toda parte combatiente, independientemente de las causas de la guerra, se siente legitimada por un ius ad bellum que no es compartido por la otra parte. Pero un derecho que no es compartido por ambas partes enfrentadas es inservible. Si existiese un criterio general del ius ad bellum compartido por ambas partes, la guerra no podría ni empezar porque una de las dos partes “tendría razón” antes ya de entablar combate, lo cual significa que la otra parte no estaría asistida por la razón y no tendría derecho a combatir. Y en cuanto al ius in bello, la mera posibilidad de su aplicación se estrella contra una evidencia: la victoria es un absoluto irrenunciable para ambas partes. La victoria no es una opción, ni siquiera una necesidad.

La victoria es la ineludible constricción a la que se haya supeditado todo aquel que se ha resuelto a combatir. Y cuando la victoria es incuestionable, el ius in bello queda en suspenso. Solamente allí donde la derrota pudiera asumirse como una posibilidad cierta, solamente allí donde la posibilidad de una victoria se desechase por superior respeto a algo que se tiene por sagrado (por ejemplo, la vida de las mujeres, los niños, los civiles) cabría un ius in bello viable.

Pero la historia ha sido catastrófica y muy explícita al respecto. Podemos elucubrar todo lo que queramos sobre las condiciones que legitiman el ejercicio de la violencia por parte del poder, pero siempre que tengamos muy presente que inevitablemente se estrellarán contra la caótica casuística, que siempre tiene matices que una teoría general no puede abarcar. Y en última instancia, en todas aquellas lides que involucren en mayor o menor grado el ejercicio de la violencia estatal, cabe tener presente la advertencia de Carl Schmitt en “La dictadura”:

“El Estado Moderno ha nacido como resultado de una técnica política. Con él comienza, como un reflejo teorético suyo, la teoría de la razón de estado, una máxima que se levanta por encima de la oposición de derecho y agravio y se deriva tan solo de las necesidades de afirmación y ampliación del poder político” . Esto es: que la violencia estatal cuya función es la propia conservación del estado, no encuentra más justificación que la propia y redundante justificación que el tratadista italiano Canonhiero dio a la razón de estado: “son acciones amparadas en la razón de estado aquellas para cuya justificación no cabe apelar más que a la propia razón de estado”. La sentencia de Canonhiero es una siniestra burla, pero es también absolutamente fiel a la realidad. Porque es la realidad la que una y otra vez se burla de todos. Y se burla, por supuesto, de las teorías que elaboramos.

II.

Ahora bien, ¿cuáles son las condiciones que en la vida humana justifican el uso de la violencia y cómo puede analizarse críticamente ese uso en los tiempos en que vivimos? ¿Es toda violencia moralmente condenable y dañina a quien la ejerce? ¿Es justificable la violencia en la obtención de una vida digna y libre para individuos y sociedades?

Cuando el poder político se obtiene de forma espurea, como es el caso actual de la democracias establecidas, la violencia es un elemento imprescindible para su mantenimiento. El salteador de caminos, el ladrón de bancos, el político que no trae causa de elector alguno, el contrabandista, el chulo que vive de prostituir a mujeres, el cobrador de impuestos y gravámenes de un sistema totalitario y los abusadores tiranos que rige ese sistema, todos tienen el denominador común de ejercer violencia sobre la sociedad, para mantener su “modus vivendi” parasitario y criminal.

En todos y cada uno de esos casos, la violencia requerida para acabar con su desafío inhumano, es un derecho natural del hombre. En el siglo XVIII ese derecho fue enunciado elocuentemente por Thomas Jefferson en la Declaración de Independencia de Estados Unidos, entre otras.

La violencia empleada por las fuerzas armadas cuando simulan un golpe de Estado, es sin duda el clásico ejemplo de cómo emplear la fuerza (moral y física) para hacer prevalecer la estafa sobre  el derecho de los hombres libres. La mafia que hace posible el régimen juancarlista, por ejemplo, tiene una relación simbiótica con el tirano. Juan Carlos y sus esbirros se necesitan mutuamente.

Contra el terror del estado compuesto de ladrones y meretrices bajo palio, la violencia de los hombres libres, no es solamente un derecho, sino obligación moral. Y ese derecho, ha de ser ejercido en España, haciendo caso omiso a las críticas interesadas y cobardes de quienes presumen aleccionarnos en deberes humanitarios mientras meten la mano en la saca.

Desaparecido el espejismo de los medios “pacíficos”, el único camino que conduce hoy a la libertad de los españoles no es pacífico. Siento mucho decirlo pero no veo otra salida. Se trata de una senda trágica y triste, preñada de decepciones y sinsabores. No es un viaje al que se va contento.¿ O, acaso usted tiene otra fórmula mejor?