“La Santa” (Ávila)
La advocación mariana VIRGEN DEL CARMEN, cuya fiesta celebramos el día 16 de julio, procede del lugar de origen: el Monte Carmelo de Palestina. En realidad, no es un “monte” que brota brúscamente en la llanura, sino una cadena montañosa de varios kilómetros que arranca en la bahía de Haifa, en el mar Mediterráneo, y acaba en el lugar del Sacrificio de Elías contra los profetas de Baal. Con ese título la distinguió un grupo de monjes eremitas en un valle abierto al mar declarándola “Señora del lugar”.
Hace tiempo oí a un judío polaco que Palestina no debería llamarse “Tierra Santa”, sino el “Estado de Israel”. Le respondí que la mayoría de los que visitamos esta tierra por razones de trabajo o de turismo religioso, y aun respetando al Estado o nación que nos acoge, la consideramos, ante todo, como una “Tierra Santa” porque creemos que fue “santificada” por la presencia de Jesús de Nazaret que en ella vivió, trabajó, predicó una “Buena noticia” para la humanidad. A ese Jesús adoramos los cristianos como a Dios. Mientras la extensa familia del Carmelo —monjas, frailes, Carmelo Seglar— celebra la fiesta de la VIRGEN DEL CARMEN, hagamos memoria de algunas advocaciones “marianas” que justifican el título de Nuestra Señora de Tierra Santa.
En primer lugar, María es Nuestra Señora de la Encarnación porque en Nazaret el ángel Gabriel anunció a María que sería la Madre de Jesús, el Emmanuel, el Dios con nosotros, por obra del Espíritu Santo; que sería llena de gracia y bendita entre todas las mujeres. Resuena en nuestros oídos todavía el “fiat”, el hágase, que deja libre a Dios, respetando la libertad de María, para realizar el milagro de la Encarnación.
María es también Nuestra Señora de la Natividad que nos hace recordar a Belén y el pesebre y, de paso, a todos los belenes del mundo; a José, el esposo de María pasmado ante el misterio que adora en el silencio orante; que sueña y ejecuta lo soñado como un mandato divino; a María, la Madre de Jesús, ensimismada en la contemplación del Hijo que acaba de dar a luz, extrañada de cómo quiso Dios venir al mundo, en tanta pobreza y abandono.
María es Nuestra Señora del silencio contemplativo en la casa de Nazaret donde, entre las tareas de un ama de casa, tuvo tiempo de “ver, meditar y conservar todas las cosas en su corazón”, comenzando por lo acontecido en la cueva de Belén: el cantar de los ángeles, los dichos de los pastores, el esplendor y la generosidad de los Reyes Magos. Y, después, el largo silencio de la vida oculta del Hijo, solamente roto por las palabras, aparentemente desairadas de Jesús, perdido y reencontrado en el templo de Jerusalén: “¿No sabíais que yo tenía que estar en las cosas de mi Padre?”
María es Nuestra Señora de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Es el título que encierra con mayor exactitud el destino de María en la historia, su ser de corredentora de la humanidad. Todo lo demás es preparación del destino de Jesús: su muerte redentora de los pecados del mundo. Es probable que María acompañase a su Hijo en el proceso que concluyó con su condena a muerte y en el camino hacia el monte de la Calavera; pero ciertamente, según el apóstol Juan, estuvo presente en su crucifixión y muerte: “junto a la Cruz” estaba su Madre, encomendada al hijo Juan y a la Iglesia.
María, finalmente, es Nuestra Señora del Monte Carmelo, título que le dieron unos guerreros cruzados a finales del siglo XII, cansados de hacer la guerra para reconquistar la Tierra Santa en manos de los sarracenos. Hicieron vida de ermitaños en la montaña del Carmelo en un valle con vistas al mar Mediterráneo junto a la “Fuente de Elías”. El profeta que defendió la fe en Yahvé contra los profetas de Baal, y la Virgen María, fueron sus modelos lejanos de inspiración. A María le dieron culto edificando primero una capilla y, finalmente, una iglesia gótica junto a un monasterio para los eremitas convertido en lugar de peregrinaciones. Todo ese hermoso complejo fue abandonado bajo la presión de los sarracenos en 1291 martirizando a sus pacíficos moradores que se mantuvieron fieles al lugar.
Aquellos ermitaños carmelitas, emigrando a Europa desde mediados del siglo XIII, aprovecharon el buen ambiente mariano que se respiraba en Occidente con el descubrimiento de Cristo en su Humanidad y el rostro materno de María, su madre. Es la visión que difundieron los creadores del arte gótico, superando el esplendor bizantino y románico del Pantokrátor (el Cristo divinizado contra los arrianos) y la Theotokos, María la madre de Dios. San Bernardo y los cistercienses primero, y después san Francisco y los frailes mendicantes, entre ellos los carmelitas, difundieron esos nuevos modelos devocionales en la Europa cristiana.
Los terribles augurios vertidos sobre el nuevo milenio (el famoso año mil) fueron superados con la devoción reencontrada al Cristo hombre y al rostro materno de María. La devoción a Santa María del Monte Carmelo difundida por los carmelitas, prófugos de Tierra Santa, tuvo mucho éxito en la Europa medieval y continúa viva en nuestros días.
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