La voz del Neandertal

Publicado el 31 marzo 2017 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

La voz del Neandertal es el cuadragésimo sexto relato de mis 52 retos de escritura para 2017.

El paleontólogo Thomas Cook, miembro emérito del Museo de Historia Natural de Nueva York, dedicó su vida entera al estudio de los neandertales. Su visión viajó desde los tiempos en los que la humanidad veía una única línea evolutiva hasta la actualidad, donde se empezaba a comprender esa relación compleja entre los Homo erectus, los neandertales y los sapiens.

Esos días pasaron. Y Thomas se jubiló, dejando libre un puesto como profesor en la Universidad de Columbia, otro de investigador adscrito al mismo centro y un trabajo fijo como miembro del equipo de uno de los museos más visitados del mundo entero. Este último fue el trabajo que le permitió casarse con Rose, y comprar un piso en el Upper East Side, un velero con el que soñó durante su juventud y un pequeño refugio en Los Hamptons. Su retiro fue bien acogido por parte de la junta, quienes sabían que podían razonar con el doctor Cook, y al que dejaron un nexo de unión que se volvió realidad mediante un chaleco y una placa identificativa; en el primero podía leerse: «Dr. Thomas Cook – Experto en neandertales» junto a una simpática caricatura de Thomas y un hombre de Neandertal dándose la mano; la segunda solo era una mera formalidad que le distinguía, y que el profesor llevaba con gran orgullo al traspasar las puertas de acceso.

Su jubilación fue, pues, un trámite, que le recompensó con más tiempo para disfrutar de la institución que había sido su vida y terminar las investigaciones que el ámbito académico y el peso de los años le habían hurtado. Pero un día su vida sufrió un cambio abrupto y tan inesperado como suele estos suelen ser. Al volver del Museo de Historia Natural, su mujer, Rose, antigua profesora del Instituto de Fotografía de Nueva York, había escapado; la muerte, inmisericorde, terminó con ella antes de la hora del té y los bagels, que habían sobrado de su desayuno en la Pequeña Italiana y que ella guardó, celosamente, para compartir con su esposo.

Esqueleto de un tiranosaurio en el Museo de Historia Natural de Nueva York, donde en mi visita encontré a un anciano experto en dinosaurios que inspiró esta historia.

Thomas marcó el número de emergencias y se abrazó al cadáver de su mujer. Los servicios médicos dictaminaron muerte natural y explicaron al doctor Cook, conmocionado, que las maniobras de RCP que tantas veces había visto en televisión no tenían sentido horas después del fallecimiento.

El anciano pidió a uno de los paramédicos que contactase con la funeraria por él; después, exhausto, se sentó en el sofá del salón por un buen rato. En silencio, su mente relacionó conceptos que una vez compartió con su pareja: anhelos que ya nunca se cumplirían, deseos, confesiones que una vez se hicieron y que ahora desaparecerían en el olvido… Tesoros inmateriales que el tiempo siempre termina por reclamar; dejándote solo con objetos y certezas que, poco a poco, también se vuelven fantasías de una sola mente.

Los meses siguientes, Thomas Cook se volcó por completo en sus funciones como personal de apoyo del museo. Sin Rose, no soportaba la idea de encerrarse en un despacho a seguir analizando la historia; esta había enseñado por fin sus garras, y le había demostrado con toda crudeza la brutalidad intrínseca al tiempo que vivimos. Había estudiado toda la vida al hombre de Neandertal, pensaba, y no podía evitar creer que, quizá, alguien estudiaría a su mujer, o a él mismo, cuando el presente se convirtiese en historia. En un retazo más de la pequeña historia que compone el día a día para diluirse al pasar de los años. ¿Qué importaba?

Así, hablaba con los visitantes, respondía preguntas y, jornada tras jornada, disfrutaba del placebo que trae consigo el aferrarse a lo que siempre ha sido: el trabajo de toda una vida, aquello que uno más conoce, a lo que mayor esfuerzo ha dedicado. De este modo, el Dr. Cook no volvió a pisar el despacho que, en su día, le había asignado la Administración; vendió el barco y la casa frente a la bahía de Nueva York y se recluyó en el pasado. Se permitió incluso una excentricidad diaria, que siempre era la misma: esperar a que todos los visitantes abandonasen el Museo de Historia Natural, despedir a los empleados, uno a uno, y dedicar unos minutos a los restos del neandertal que dormían por siempre jamás en aquella gran sala dedicada a los orígenes de la humanidad.

—Buenas noches, amigo —dijo Thomas, como un lamento. El anciano viró sobre sí mismo y se dirigió a la salida, sin prisa por encontrar un taxi en los extremos de Central Park y volver al que un día fue su hogar.

—¿Nos conocemos? —preguntó una voz. Su tono era extrañamente familiar, si bien el doctor se sobresaltó lo suficiente para no pensar en ello.

Miró alrededor. Nada. El Dr. Cook observó los bustos reconstruidos junto a los cráneos de varios individuos y reparó en algunas figuras de una exposición itinerante que habían llegado del Museo del Neandertal, ubicado a pocos kilómetros de la ciudad alemana de Düsseldorf.

—¿Dónde estás?

—No tengo una buena percepción del espacio: discúlpame.

—¿Por qué puedes hablar? —preguntó. —¿Eres algún tipo de grabación…?

—La ciencia que lo permite sigue siendo un misterio para mí —contestó la mujer de Neandertal.

Miró las distintas figuras. No eran más que una reconstrucción realista de algunos individuos de Homo neanderthalensis en un escenario que simulaba el interior de una cueva.

—Vaya —exclamó Thomas.

—Pareces sorprendido —contestó la voz.

El anciano, visiblemente enfadado, se marchó sin mediar palabra. Aquello debía ser algún tipo de broma estúpida, y a él no iban a hacerle partícipe de la pantomima de turno.

Reconstrucción de una escena cotidiana con neandertales.

Pero al día siguiente, volvió. La rutina le llevó hasta la sala de los neandertales de nuevo, y la fuerza de la misma le obligó, de algún modo, a despedirse de los presentes una vez más.

—¡Vaya! —exclamó la voz— ¡Si es don No-tengo-tiempo-para-despedirme-de-ti!

La respuesta arrancó una sonrisa en el rostro del jubilado.

—¿Pareces tan… real? ¿Cuál es tu nombre?

—No vuelves con las mismas preguntas de siempre, John.

El anciano miró hacia la figura de la mujer con suspicacia.

—¿John? Mi nombre es Thomas. ¿Quién es John? —preguntó.

—Disculpa, Thomas —contestó la voz. —Debo haber mezclado dos ideas inconexas.

—Claro, es lo que tenéis los neandertales —dijo el doctor Cook, y se carcajeó de su ocurrencia.

—Eso no me lo habían llamado todavía. No obstante, por tu trabajo, deberías saber que los neandertales llevan extintos más de cuarenta mil años…

—Bueno, seas quien seas, me espera un paseo por Central Park. Me marcho ya.

—Buenas noches, Thomas.

—Buenas noches, tú.

Los días siguientes, los asistentes escuchaban la voz del doctor hasta tarde. El anciano, visiblemente revitalizado, se sentaba en el ala del museo dedicada a los orígenes de la humanidad y se le escuchaba reír por unos minutos, explicar lo que había hecho y lo que pensaba hacer, y marcharse un poco menos pesaroso.

Al tercer o cuarto día, Thomas buscó una respuesta por toda la sala. No encontró a la voz, y, antes o después, se negó a hacer equilibrismos de aquí para allá. Ella no entendía muchas de las cosas que el anciano intentaba transmitirle, pero resultaba un pequeño e inesperado consuelo; Thomas era científico: sabía que existía una explicación racional, sabía perfectamente que debía tratarse de otra persona, de un programa informático o de una inteligencia artificial… ¿qué importaba en realidad? La voz era un espejismo, pero un espejismo que se había convertido en un oasis repleto de alivio.

Detalle del rostro de un hombre de Neandertal (Museo del Neandertal, en Düsseldorf, Renania del Norte-Westfalia, Alemania).

—¿Qué sentido tiene todo esto? —preguntó Thomas, había acercado la silla de uno de los vigilantes y miraba a la neandertal que creía más cercana a la voz.

—No te entiendo, Thomas —respondió la voz.

—¿Cuál es el sentido de la vida ahora?

La voz no contestó inmediatamente. Pareció coger aire durante uno o dos segundos, y después dijo:

—Bueno… Intentar ser amable con la gente. Comer sano. Leer un buen libro alguna vez. Hacer un poco de ejercicio incluso. Pero sobre todo convivir en paz y harmonía con gente de cualquier raza y condición —concluyó.

El doctor Thomas Cook sonrió con fuerza por primera vez en semanas. Una respuesta tan simple y concisa, ¡y qué de ciencia había atrás!, una respuesta que le recordó a Rose, su mujer, y que, de un modo casi mágico, le retrotrajo a aquella conversación que, muchos años antes, habían tenido desnudos en su primer piso.

—No sé qué haría sin ti —dijo un joven Thomas, que acababa de entrar en el programa de doctorando de la Universidad de Columbia.

—Vivir —contestó Rose, riendo.

Mientras se dirigiría hacia la salida, el doctor Cook se despidió de una joven limpiadora y el portero de la institución. Sonrió, les deseo una buena noche y desapareció en dirección a la Avenida de Colón. Para sorpresa de su compañera, el conserje abrió la boca articulada de una de las figuras femeninas de neandertal y extrajo un smartphone.

—Buenas noches, Siri —dijo el bedel.

—Buenas noches, John —contestó el teléfono.

A continuación, y dirigiéndose a su compañera, John, el conserje, agregó:

—No te preocupes: el museo puede permitirse un aumento en la factura de la luz por este hombre —y mientras el teléfono se cargaba en un enchufe cercano, siguió barriendo la enorme sala de Orígenes de la Humanidad con una sonrisa algo quebrada en el rostro.

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