“La muerte habla con voz profunda para no decir nada”. Así medita Valéry sobre la poca importancia de la muerte, que es, como para Spinoza, indigna de la reflexión. Pero Valéry se equivoca acerca de esa poca importancia, que incluye la idea de que donde no hay acción, actividad humana, no hay nada de lo que preocuparse; mas la muerte sí se ocupa de nosotros. La muerte no es únicamente “descubrimiento” filosófico de los existencialistas y de Heidegger: la muerte, en su aparente nulidad ontológica, es también preocupación de los estoicos. Bien que en la línea de Valéry, para ellos se trata de alejarla lo más posible de las meditaciones que deben formar el cuidado de sí, y en esa medida preocupa y mucho a ciertos filósofos como Marco Aurelio, quien derivaba toda la tristeza de su filosofía del sentido de nadidad de la muerte y su capacidad aniquiladora. “La Muerte es un maestro alemán”, dice Paul Celan; las experiencias trágicas del siglo pasado dieron nuevo valor a la capacidad de la muerte para influir en nuestros asuntos. En La Edad Media Dios aseguraba las exigencias relativas al más allá; en la era moderna, muerta ya la capacidad de las instituciones sociales para generar sentido, muerta la religión y muerto el hombre obsesionado por la emancipación, la muerte tiene el terreno fecundo para promover dentro del ser su valor como activista de la nada. Mas la nada de la muerte era en el pensamiento reciente un valor enriquecedor en el mercado del ser; todavía se habla de que el sentido de la vida es pensar el sentido de la muerte; todavía se la comprende como algo irremediable y fatal que convierte nuestra vida en un círculo cuidado por su fuego. La muerte no es, por tanto, la última forma de la nada, y la nada no es la última forma de sí misma. Poco a poco surge en nuestros borrados horizontes la experiencia de algo más parecido a lo que rezaba la fórmula de Valéry: No es la muerte la que habla con voz profunda para no decir nada. Hoy, se trata de las instituciones políticas, las que hablan para no decir nada, del anarcocapitalismo (Hinkelammert) y de la filosofía del mercado sin límites los que hablan (con voz profunda?), para no decir nada, de una cultura que en su declinación alcanza aquel estadio del que hablaba Hegel, en el que “el tedio se apodera de la vida.” Esta nada es abismal y profunda: no niega como los mensajes incendiarios de los nihilistas desesperados (Nietzsche, Caraco), ni siquiera afirma el placer hedonista de los libertinos ( Onfray): su límite es su pura acción, desligada de toda dimensión semántica que vaya más allá de los procesos necesarios para repetir en el día siguiente lo que se realizó en el anterior. Esta nada es la nada de los mensajes diluidos en la más brutal de las inmanencias- pero una inmanencia que no rescata, que no salva, que se limita a engullir en el silencio- algo así como una boca nunca ávida de comer que digiere sin pausa y sin conciencia-. ¿Qué tiene que ver, pues, el rescate de esa dimensión olvidada del ser que nos lleva a la aurora del pensamiento occidental, con la acción muda de una nada que ensordecería el nihilismo más encendido? Nada, claro está. Esta nada no es una nada negadora activa del ser; pero va mucho más allá del “nihilismo pasivo” que criticaba Nietzsche. Porque no solo se limita a convertir a todo aquel que la envuelve en cordero ausente, sino que libera de todo contenido posible el curso absurdo de su acción. Como un riachuelo podrido perdido en mitad de la galaxia, así camina ahora nuestro mundo, del cual cabe no decir nada, pues ha alcanzado- en su mudez monstruosa, en su complacencia vana- el punto límite del ser, allí donde Wittgenstein tuvo que afirmar: “Hay sin duda lo inexpresable. Esto es lo místico”.