Al igual que un día cayeron, sin aviso previo, el absolutismo y el comunismo, causando sorpresas desconcertantes en todo el mundo y en sus respectivas épocas, del mismo modo caerán las actuales democracias. Las enfermedades que han corroído internamente a los sistemas, el fracaso en el gobierno y la desconfianza, son tan invisibles como letales.
A finales del siglo XVIII, en pleno corazón de Europa, en unas pocas semanas, se derrumbó de improviso uno de los más grandes edificios políticos construido por el hombre: el absolutismo. Una mañana, el monarca absoluto se despertó y descubrió que ya no tenía a su servicio ayudas de cámara, nobles, soldados, clérigos, jueces ni burócratas. Nadie acudió en su ayuda porque nadie confiaba ya en ese sistema y el Ancien Regime sucumbió como si un viento arrancase de cuajo un árbol con las raíces podridas.
Del mismo modo, con un paralelismo sorprendente, víctima también de una gigantesca crisis de legitimidad, dos siglos después, cayó el comunismo, otro imperio político e ideológico que parecía gozar de una salud de hierro. Al igual que le había ocurrido dos siglos antes al borbón francés decapitado en la guillotina, a los jerarcas soviéticos no les sirvieron de nada sus armas, ejércitos, policías y millones de servidores del Estado.
El mundo quedó estupefacto cuando cayó aquél inmenso poder rojo y nadie supo anticipar la caída, a pesar de que la causa fue la misma que acabó con el absolutismo: porque ya nadie se fiaba de sus dirigentes, porque previamente había muerto la confianza en el liderazgo, raíz y sustento de todo sistema político e ideológico en el planeta Tierra.
Hoy, las viejas democracias del Oeste están siendo atacadas por el mismo mal, sin que nadie perciba que su final está mucho más cercano de lo que nadie sospecha. En apariencia, Obama, Sarkozy, Merkel, Berlusconi, Zapatero y otros muchos jerarcas del sistema están atiborrados de poder y sustentados por fuerzas indestructibles, pero es probable que un día se despierten, como le ocurrió a Luis XVI y a Mijail Gorbachov, y se encuentren solos, sin nadie que les haga caso, con sus falsas democracias derrumbadas, con sus ejércitos de funcionarios y aduladores derrengados y hundidos, sin poder pedir socorro a unos ciudadanos que ya no creen ni confían en ellos.
Nadie percibe que el sistema está podrido, corrupto y pereciendo por el mismo mal que destruyó silenciosamente los cimientos de todos los anteriores sistemas políticos e ideológicos del pasado: la desconfianza, una desconfianza que, cuando es intensa, evoluciona hacia el desprecio y la aversión. La crisis económica terrible que asola la economía mundial está acelerando la putrefacción de las raíces y acercando el colapso final.
Cada día son más los ciudadanos que no se fían de sus dirigentes, que están cansados de soportar fracasos, de sentir asco ante sus corruptelas, privilegios desiguales y su ineficacia a la hora de solucionar los grandes males del mundo. En apariencia, todo es sumisión, pero la rebeldía hace estragos por dentro y el "regimen" de la "Democracia Degenerada" está cada día más sólo, sin nadie que le ame, sustentado sólo por los interesados que viven y cobran del Estado, enfermo de endogamia, de arrogancia y de insultante ineficiencia, sin justicia, sin igualdad, sin ética, alejado del pueblo, muchos de cuyos ciudadanos empiezan a considerar a sus insensibles y distantes dirigentes como "enemigos" por cuya caída y ruína merecería la pena brindar con el mejor champagne.
¿Que vendrá después? ¿Que mundo surgirá sobre las ruinas de estas despreciables democracias falsificadas y degradadas? No lo sabemos, pero la lógica nos lleva a pensar que será un sistema más a la medida del ciudadano, más cercano a la verdad, más justo, menos corrupto y menos poblado de mangantes, chorizos y sinvergüenzas apalancados en el corazón del Estado. Y en el que, por supuesto, deberían estar prohibidos los partidos políticos, ejes y esencia del mal en la actual decadencia.