El 4 de octubre yo estaba sentada en una fiesta y una persona embebida creyó ser la gran cosa. Hacía ademanes, bailaba con mujeres y su sombra proyectaba una larga mancha en la vida humana. Su sola presencia, su sociabilidad, su entrega a la vida sin desentrañar nada, me hizo consciente de algo. Todos pensamos que la muerte no nos va a llegar y la naturaleza obedece. Ese hombre sin espacio ni tiempo y sin hora de muerte me abrió los ojos.
Las calles no fallecen, no padecen ni una sola enfermedad. Nosotros somos los que padecemos y siempre fue así. Esas calles siempre estarán presentes desde nuestro inicio y final, pero nunca dejan de ser, esa es su razón. Imagínense a todos muertos y pregúntense ¿qué es lo que queda? La respuesta es obvia, es el mundo y lo que tiene dentro, pero no somos nosotros porque nosotros no nos quedamos.
Es como si esas calles fueran un laberinto donde la única salida es morir. Finges no tener miedo a la muerte, pero estás muriendo y decides olvidarlo. La gran cueva, le decía platón.
Dagna era mi amiga en una etapa donde mi clarividencia de la sociedad era sólida. Me escuchaba siempre y conversábamos de todo. Nuestras almas a la postre corrompidas decantaron en razones sinceras, para tratar de conseguir preguntas verdaderas. A mi juicio, mi vida era enferma y me pregunto ¿Cómo Dangna pudo haber soportado todo eso? Esas fotos que estaban en su escritorio, de esas calles desérticas reflejaban todo. Era coherente la ley física, toda acción provoca una reacción. Supe entonces la razón de su deceso, era obvio. Murió por mi sufrimiento.
Estoy ahora en el cementerio con una rosa y una foto que tomé cuando todavía éramos felices.
Después de un par de horas decidieron bajarla y acto seguido echarle la tierra fangosa.
Me despedí dejando la foto de nosotras a un costado de su pequeña lápida, entregándome a lágrimas de eximio dolor, mirando la salida como nunca lo había hecho antes, aún más lejana.