Ahora que mi niña pequeña ya ha cumplido un año empiezo a contar el tiempo que me queda de disfrutar de esos pequeños grandes momentos de unión con ella. Cuando estoy dándole de comer, espachurrada a mi, la observo para gravar en mi mente la imagen, la sensación, el sentimiento que sé que ya nunca más viviré.
Sí, para mí, la lactancia materna ha sido y es, por ahora, una de las experiencias más gratificantes de mi vida. De hecho, cuando mi hijo mayor la dejó de manera radical porque, aun sin yo saberlo, ya estaba embarazada de mi niña, estuve un fin de semana al borde de la depresión. Así que me estoy preparando para cuando ella también lo deje.
Con mi primer hijo, he de ser sincera, la cosa empezó más desastrosa imposible. Todo aquello que salía en los libros sobre lactancia materna que te podía pasar de malo al dar el pecho, pues me pasó. Grietas, hinchazón, uf! Yo qué sé cuántas cosas más. Pero resulta que como soy un poco bastante mula, en contra de las voces que a mi alrededor me decían que estaba como un cencerro por aguantar semejante tortura china cada vez que el pobre niño quería comer, seguí adelante. Y un día, pasadas unas semanas, aquello se reguló y ni heridas ni nada. Empecé a vivr algo inexplicable. Aquella unión con mi hijo no tenía precio. Había valido la pena el sacrificio inicial. A partir de ahí, todo fueron ventajas. Y con mi niña, ni os cuento. No me ha pasado nada malo desde el principio.
Aún así, he tenido que superar ciertas críticas, rechazos sociales, o miradas escépticas de aquellos que piensan que donde se ponga un biberón... No voy a hacer un alegato a favor de la lactancia materna y en contra de los biberones pero sólo diré que a mí me ha dado de bueno todo esto: estoy como una sílfide a pesar de comer como una ceporrilla; no he medicado a ninguno de mis hijos en su primer año de vida; me he ahorrado un montón de dinero (en los tiempos que corren, es algo a tener en cuenta); mi cuerpo genera junto con la leche unas hormonas que no sé cómo se llaman y me da igual pero que me hacen sentir muy pero que muy bien. Y por encima de todo, los mofletes de mis niños espachurrados en mi cuerpo mientras se relajan, se duermen, se tranquilizan e incluso sonríen, para mí vale todos los sacrificios del mundo.