Dicen que ‘la dama de hierro’ está perdiendo la memoria; es triste, pero mucho más triste es que esta parte del mundo se olvide de ella. Esta semana se cumplió el treinta aniversario de su llegada al poder, a downing street, y su legado al frente de la pérfida Albión es tan importante que bien merece un repaso en su honor; de hecho, muchos son los ciudadanos británicos que recuerdan dónde estaban y qué estaban haciendo cuando escucharon que Margaret Thatcher dimitía de su cargo.
Es cierto que corren malos tiempos para ensalzar su capitalismo democrático, quizá por eso ha preferido ‘ausentarse’ a su manera de entre los vivos, pero la rocosa lucha que libró durante once años a favor de la liberación de los mercados, bien merece el reconocimiento de quienes seguimos pensando que el Estado no es la solución, sino el problema.
Nadie dijo que la tarea fuera fácil; nadie dijo que todo fuera a ser perfecto; nadie dijo que la imprudencia no nos fuera a acompañar; al menos no creo que haya que entenderlo así, sin embargo, ahora parece que toda la culpa, toda, de nuestra situación actual la tiene el sistema financiero privado, su codicia y sus perpetuas ansias de becerros de oro.
A poco que se reflexione sobre las causas del aquí y el ahora, los dedos habrán de apuntar a otros sospechosos, muchos de ellos gestores de lo ajeno, llamados a corregir lagunas desde el otro lado del ser humano. Y las más de las veces sus intentos de corrección lastran aún más las llamadas imperfecciones del mercado. No olvidemos que el financiero es el sector más regulado, sometido a supervisión pública a este y al otro lado del mundo. ¿será entonces la solución más supervisión, más intervención? Cuanto menos el debate debe estar abierto, pero aún hoy es difícil olvidar ‘la mano invisible’ de Adam Smith, a pesar de los más de doscientos años transcurridos. Por algo será.
Hoy, el socialista que dicen que todos los españoles llevamos dentro solicita protección, solicita alargamiento de las raciones de sopa boba, y a pesar del evidente deterioro político de nuestros ilustres memos, las encuestas siguen poniendo de manifiesto que es más difícil cambiar el rumbo político que el económico. Ayudar a los desfavorecidos suena a música celestial, pero un gobernante debería luchar porque no haya desfavorecidos, y una sociedad inmadura no distingue entre ambos modelos.
Volviendo a Margaret, en el terreno estrictamente económico, su gestión está acreditada por las profundas reformas con las que rescató a la economía británica del estancamiento de los años 1970, las mismas que ahora necesita esta España de las desastrosas autonomías.