¿Cómo pueden doler mis palabras a aquellos que te quisieron y a los que no te supieron querer si, en cierta forma, ellos han colaborado y por tanto dado el beneplácito para que se publique este libro, para que se lea, para que se escriba sobre él? ¿Qué te importan ya a ti mis palabras si no puedes leerlas, escucharlas, si no sabrás que existen porque se te ha negado el tiempo verbal futuro? No te conozco. No sé quién eres. Pero siento que así es. Porque te siento. Porque te siento viva cuando tú ya no eres. Eres nada, eres polvo, eres cadáver, cuerpo desmembrado a estas horas descompuesto. ¿A quién le hablo, a quién le escribo entonces? A mí, siempre a mí. No busco justificación. Te leo por mí. Te escribo por mí. Mis palabras tratan de cubrir un vacío, un abismo: mi miedo, mi incomprensión, mi rechazo; el hueco de la escalera sobre el que te dejaron colgando de bebé, la calle desierta en la fría mañana del 18 de enero de 2011 en la que tu moto y tus bailarinas tiradas en el asfalto anunciaban tu ausencia ya para siempre, el fondo del Trou bleu hasta el que hundieron los fragmentos de tu cuerpo. Trou blue = agujero azul. Azul, blue: el color de la pena, de la tristeza. Hermoso eufemismo para combatir lo feo, para no asomarnos a ese agujero negro que fue tu vida y tu muerte. Sí, Laëtitia, las palabras las necesito yo, no tú. Soy yo la que necesita consuelo. A ti ya te llega tarde.
«Xavier Ronsin es un hombre que habla bien, pero en esa tarde crepuscular sus palabras no cuentan por su valor estético ni por su sentido jurídico. Sus palabras apuntan a devolverle a Laëtitia su dignidad. Para no reducirla a unos trozos de cadáver, a un hallazgo macabro, habla de la «joven muchacha sacada del agua», como una náyade en flor, una Venus nacida de la ola. Al referirse a la parte del cuerpo que falta, dice «el busto», con la connotación de elegancia y encanto que tiene el término, cuando todo el mundo está pensando en un tronco, un paralelepípedo de carne mutilada. Siguiendo su ejemplo, todos los periodistas se ponen a hablar del «busto». A pesar de la urgencia de la información, la carrera por la audiencia, el formato del vocabulario, cada uno despliega el lenguaje como un manto de delicadeza».Un manto de delicadeza quisiera tejer para ti, Laëtitia, construirte un ataúd de palabras (expresión esta última que, si no me falla la memoria, le tomo prestada a Delphine de Vigan), pero tú misma eres ya mantillo y cualquier manto que trenzaran mis palabras solo serviría para cubrir lo feo, el agujero negro, aquello que no queremos mirar a los ojos, cuya existencia negamos pero que no por ello deja de existir. Lo que les ocurre a otros nos mantiene a salvo porque no somos nosotros los protagonistas; no nos toca, no nos duele. Pero tú me tocas, Laëtitia. Tú me dueles.
Un manto de palabras ha querido coser también para ti Ivan Jablonka con este libro. Intentar recuperar tu dignidad. Mostrar la muchacha de dieciocho años que eras y la niña que fuiste antes. Pero no solo eso. Así como los investigadores de tu caso se afanan diligentemente para recomponer tu cuerpo, Jablonka realiza el proceso inverso analizando cada una de las aristas que antecedieron y sucedieron tu muerte. Atiende la faceta social, la histórica, la cultural, la judicial, la política. Reivindica la investigación de casos como el tuyo como una aspiración a desmitificar el suceso, el crimen, a destronar a quienes lo perpetran de su pedestal de monstruo, apartar de él las miradas y despojarlo así del protagonismo inmerecido, romper definitivamente el binomio pureza-maldad, su simpleza que solo siembra manipulación y genera miedo y es ciega ante las causas y consecuencias. Para el historiador y sociólogo que es Jablonka el suceso es el síntoma de una anomalía, de algo así como una enfermedad o tara social.
Por momentos siento que a Jablonka le sobran palabras. Cae, probablemente en su afán de exhaustividad, en reiteraciones y corre (y casi siempre asume) riesgos con sus teorizaciones. Pero en general su trabajo me parece serio, honesto, contundente y objetivo. También conmovedor.
¿Por qué te leo, Laëtitia? ¿Por qué he leído a Jablonka? Por la distancia. Porque no te conocía, no sabía nada de ti. Pero desde que supe de tu ya no existencia y de la existencia de este libro supe que tenía que leerte. Por todas aquellas de las que sí sabía y cuyos nombres conocía: chicas, niñas, algún niño también. Por sus familias, que han caído al agujero negro y no creo que puedan salir alguna vez. Porque quería arrojar luz sobre esa negrura pero emerjo de la oscuridad bañada de impotencia y dolor. Te leo porque tu horror sucedió en Francia y no en España. Porque de haber sucedido aquí probablemente este libro me hubiera producido rechazo, agotada ya del exceso de información, superada por todo lo que huele a mediático, algo de lo que tú tampoco pudiste escapar y que, paradójicamente, te premió con un cheque en blanco para investigar tu caso; indignada también y cada vez más preocupada por el oportunismo y la utilización política, por esa doble moral que en tu caso quiso culpar a un sistema judicial al que no se le abastecía con los suficientes recursos para realizar su trabajo con eficacia y garantía. Pero es arrancar la lectura y comprobar que no existe tal distancia. Ahí me derrumbo y no consigo levantarme a pesar de que a lo largo de la lectura encuentro varios remansos. Yo, siempre yo, Laëtitia. Siempre mi egoísmo.
No quiero hacer, sin embargo, una amalgama con vosotras, las víctimas. No quiero unificaros, negaros vuestra identidad. Por más que vuestros casos tengan cosas comunes hay diferencias. Y tampoco quiero enarbolarte, Laëtitia; erigirte en estandarte de ninguna causa. Tenías dieciocho años y, a esa edad, tan solo deberías haber representado la alegría que prometía tu nombre.
Nacisteis en la violencia; crecisteis en la desprotección. Lo digo así, en plural, porque eráis dos: tú y Jessica, tu melliza huérfana; huérfana de ti, su única familia. Tú, única constancia en su vida; ella, única constancia en la tuya. Ni la familia de origen ni el Estado ni la familia de acogida cumplió su función de protegeros. Solas la una y la otra hasta que solo quedó una. Vivisteis la desprotección que genera la violencia y experimentasteis esta última en todas sus facetas como víctimas y/o como testigos: la física; la sexual; la que proviene de la autoridad; esa otra más ambigua, que manipula desde el poder afectivo y que tanto me asquea por sibilina, tan peligrosa por no verla venir porque, como le comentó a Jablonka la jueza que instruyó el expediente Patron, vuestro padre de acogida, «la naturaleza humana es compleja. Nunca se es completamente un cabrón, eso es lo espantoso»; y, por último, la brutal y definitiva que sesgó tu vida, Laëtitia. La tuya, Jessica, espero que por fin se haya liberado de la violencia; lo que no sé es si es tarde para que alguna vez dejes de sentirte desprotegida.
Violencia masculina, la que sufristeis, procedente de esos hombres cuyo fin anuncia el título de este libro. Podemos hablar de hombres como sinónimo de humanidad, en cuyo caso nuestra especie no queda muy bien parada y no puedo evitar como parte de la misma sentir cierta sensación de fracaso, o podemos referirnos tan solo a uno de los dos sexos que conforman esa humanidad. Justo es decir que en este libro (y fuera de él) hay también hombres que trabajaron con toda la devoción que permitió su excelsa profesionalidad para recuperar tu cuerpo, Laëtitia, así como para apresar a tu asesino y juzgarlo. También mujeres, por supuesto. Pero si casi siempre hay que recordar la profesionalidad de estas últimas, me parece ahora conveniente señalar que en el bosque no solo habitan lobos. Porque yo quiero que las caperucitas se atrevan a cruzar el bosque. Las caperucitas de cualquier color, origen y condición.
Pienso mucho en la acepción de normalidad. En que solemos considerar normal lo nuestro y extraño o ajeno lo que se sale de esa norma. Pienso si tal vez Laëtitia y Jessica normalizaron la violencia y por eso no supieron defenderse de ella. Pienso en Ivan Jablonka identificando el suceso criminal como una anomalía, cayendo él, privilegiado como yo, en la trampa de considerar anormal lo que se escapa de ese privilegio. Y recuerdo que, a los privilegiados, a los que no procedemos de ambientes deprimidos y familias desestructuradas, como Laëtitia, como, por otra parte, su asesino, también los matan. A nosotras también nos matan.
Y por eso escribo. Escribo por ellas, por nosotras. Porque no exista un ellas y un nosotras ni un ellos y un nosotras. Escribo porque la rabia no me permite el silencio. Escribo por ti, Laëtitia, y quiero de verdad pensar que en los últimos momentos de tu vida abandonaste tú también el silencio, que dijiste no, que gritaste basta, porque, aunque eso desencadenara la espiral de violencia que provocó tu muerte, significaría que moriste como una mujer libre. Escribo también por las supervivientes como tú, Jessica. Pero, sobre todo, escribo contra la perpetuación del abuso sobre los desprotegidos y escribo por los muertos, por los que ya no tienen voz propia y por los que triste e injustamente les acompañarán en su silencio en el futuro. Escribo y pienso en ellos aunque ya no puedan escuchar mis pensamientos porque (y hago mías las palabras de Ivan Jablonka) «si pienso en los muertos, escribo por la vida».
Escribo porque estoy viva. No, ni siquiera eso: escribo porque no estoy muerta.
Título: Laëtitia o el fin de los hombres
Autor: Ivan Jablonka
Traductora: Agustina Blanco
Editorial: Anagrama
Año de publicación: 2017
Nº de páginas: 424
ISBN: 978-84-339-7994-0
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