Diego y Laura llegaron a Lagofrío pocos días después de que el servicio de excursiones hubiese cerrado hasta la siguiente temporada.
Y en realidad eso era lo que Diego había esperado. A él no le interesaban las excursiones turísticas para ver pelícanos y pescar cangrejos. Lo que quería era ir al islote de Los Justos, para fotografiar las ruinas de la ermitadurante uno de aquellos atardeceres dorados y líquidos que ofrecía el lago.
Sabía que algunos pescadores de la zona alquilaban sus barcas si les pagaban bien, yno tuvo problemas para encontrar uno con el que llegar a un acuerdo.
—¿Sabe usted manejar una de éstas pequeñas? —le preguntó el pescador.
—Sí, sí, tengo cierta experiencia.
Diego y Laura subieron a la barca y el pescador observó cómo la ponían en marcha e iniciaban el recorrido.
Cuando ya estaban cerca del islote, que se alzaba en medio del agua como una pirámide cubierta de filigrana verde, Diego apagó el motor.
—Quiero hacer unas cuantas fotos aquí también, con la cámara a ras del agua.
—Sólo tenemos una hora de alquiler —le recordó Laura.
—Sí, tranquila, cinco minutos y seguimos.
Sin embargo, al cabo de esos cinco minutos fue imposible volver a encender el motor.
—Vaya, parece que se ha averiado —dijo Diego, después de intentarlo varias veces.
—¿Cómo que se ha averiado? —dijo Laura, algo alterada—. Prueba otra vez.
—No te preocupes. En el peor de los casos vendrá el pescador a buscarnos si pasa el rato y no volvemos, eso seguro.
—Pero sigue probando —insistió Laura—. No vamos a quedarnos aquí una hora.
Diego intentó varias veces más poner en marcha el motor, pero fue en vano.
—Es que no teníamos que haber venido los dos solos, y menos fuera de temporada.
—Laura, venir en temporada es absurdo. Esto parece una feria con tanto turista, y así es imposible hacer las fotos que yo necesito.
La barca se mecía al ritmo del atardecer, que iba llegando con lentitud por el horizonte. El vuelo recto de unos patos salvajes se ondulaba en el agua, y los bosques que rodeaban el lago empezaban a ensombrecerse.
—Eres un irresponsable, Diego. Y yo una idiota por venir contigo.
—Ah, ahora soy un irresponsable. Cuando íbamos a pasar un fin de semana romántico, haciendo fotos y disfrutando de este paisaje increíble, no te parecí ningún irresponsable.
—Porque me lo pintaste todo tan ideal que me convenciste. Como siempre, Diego, que siempre me convences y siempre acabamos haciendo lo que tú quieres.
—¡Pero bueno! Si llevas un año diciendo que querías venir conmigo alguna vez.
—Pues claro, porque desde que empezamos a salir yo me quedo casi todos los fines de semana en casa, mientras tú andas de acá para allá con la excusa de las fotografías.
—¿La excusa de las fotografías? Te recuerdo que es mi trabajo, por si se te ha olvidado.
—Bueno, pero no me dirás que no te lo pasas bien con tu trabajo.
El sol seguía descendiendo y el cielo se iba llenando de colores inmensos que convertían el lago en un manto de terciopelo cobrizo y añil. Y el islote se volvía fantasmal.
—Lo que pasa es que no te fías de mí, Laura, reconócelo de una vez.
—Pues mira, no, no me fío. Ea, ya está reconocido. Y tú sabes que tengo motivos para no fiarme.
Diego hizo un gesto de cansancio y los dos se quedaron en silencio. Entonces oyeron el rumor de un motor que se acercaba.
—¿Será el pescador? —dijo Laura, esperanzada.
—¿Ya ha pasado una hora? —exclamó Diego mirando su reloj, y dándose cuenta en ese momento de lo mucho que había oscurecido ya.
Poco después una barca más grande se detuvo a su lado.
El pescador los ayudó a subir y a continuación pasó a la barca pequeña. Intentó arrancarla, pero tampoco lo consiguió. Entonces ató un cabo de remolque a la cornamusa, volvió a la barca grande y emprendieron el regreso a la orilla.
Durante el recorrido, Diego y Laura permanecieron en silencio, ella, abrazada a la mochila, con ojos llorosos, y él, con la cámara al cuello, lamentando haber desperdiciado aquel soberbio atardecer.
Sunset, Eagle Cliff (Jasper Francis Cropsey, 1850)