Recuerdo ahora también un suceso significativo al respecto que vivió Mo Yan de niño. Lo contó en su discurso con motivo del Nobel. Cursaba el tercer año de primaria y la escuela organizó una visita a una exposición sobre el sufrimiento. Los alumnos debían llorar, según las órdenes del profesor. Para que este advirtiera su obediencia, Mo Yan no quiso secarse sus lágrimas. En la sala vio cómo unos compañeros de clase se mojaban a escondidas los dedos en la boca y se pintaban dos líneas de lágrimas en la cara. Entre todos los que lloraban, ya fuera de verdad o de manera hipócrita, descubrió de pronto a un alumno que no mostraba ni una sola lágrima. Ni siquiera se tapaba el rostro con las manos para simular tristeza. Tenía una expresión de sorpresa y los ojos bien abiertos, como si no entendiera. Más tarde, le denunció Mo Yan ante el profesor y el colegio decidió castigarlo. Muchos años después, el futuro escritor confesó a su profesor la pesadumbre que le causaba este acontecimiento. Supo entonces que más de una docena de alumnos también había acusado al compañero. Este niño murió hace mucho tiempo, pero cada vez que Mo Yan recuerda la anécdota, se siente muy apenado. Aprendió, dijo, una gran lección con este asunto: “Aunque todo el mundo llore, debemos permitir que haya personas que no quieran llorar. Y como hay otras que fingen sus lágrimas, entonces debemos sentir una especial simpatía hacia los que no lloran”.
FUENTE: EL QUINQUÉ. LA PROVINCIA-DIARIO DE LAS PALMAS.