Estas palabras —extraídas al vuelo de una canción de Sabina ajena al asunto de que tratan estas líneas— resonaron en mis sienes cuando día atrás me topé en la primera plana de un periódico con la foto que puede usted ver más abajo.
Se trata del fotograma de un vídeo divulgado por el llamado Estado Islámico (IS), en el que un niño de 10 años, de nombre Abdalá, aprieta el gatillo de un arma contra dos hombres en algún lugar entre Siria e Irak.
Foto de portada de El Mundo, hace unos días
Un par de días antes, una niña de la misma edad, con una bomba adosada a su cuerpo y bajo los dictados de un sedicente grupo religioso, explosionaba en una localidad nigeriana, acabando con su vida y las de otra veintena de personas.
“La sonrisa de mi hijo. He perdido la sonrisa de mi hijo”, gemía tecleando Umbral en su autobiográfico, alucinógeno y escalofriante ‘Mortal y Rosa’. Y me da por pensar en los padres de estos niños, flores de un día del papel o la pantalla; ellos, los padres, son acaso los verdaderos e íntimos damnificados de ambos hechos, terribles. Ellos han perdido la sonrisa de sus hijos; saber cómo llegaron a ese punto desgraciado acaso precise, a partes iguales, un análisis de geopolítica e historia y otro de educación sentimental. No estoy en condiciones de hacerlos.
Mas no puedo dejar de lamentarlo. Así como lamento situaciones cotidianas de este nuestro mundo “civilizado”, en las que muchos niños modelan su temperamento y su futuro al compás de ramalazos de desprecio a su propio ser —inerme u oprimido, qué importa el extremo escogido—, poniendo en un brete su entusiasmo, inextinguible derecho de la infancia.
Me recuerda de vez en cuando un amigo una noche ebria, tiempo ha, en que no cesaba de repetirle enardecido que si tenía un hijo, lo cuidara, sólo eso; nacía esta obsesión de mi entonces reciente experiencia laboral en un centro de acogida de menores, donde conocí las historias de varias sonrisas en entredicho que, pese a todo, refulgían.
Por eso quiero pensar que Abdalá apretó el gatillo pero no disparó, que la niña nigeriana saltó en pedazos pero no se inmoló. Disparar, inmolarse son verbos que conllevan una carga de voluntariedad y consciencia que ellos no tenían, que ellos no podían tener. Pero sí quienes secuestraron sus sonrisas y su entusiasmo.
Que la virgen o el profeta, tanto da, pero, sobre ambos, la sociedad democrática no permitan que estos funestos carceleros tengan “poder sobre lágrimas, egos, haciendas”. O estaremos perdidos.