"Un día Yiannis le había mostrado a Bruna la vieja y mítica película del siglo XX en donde se hablaba por primera vez de los replicantes. Se titulaba Blade Runner. Era una obra extraña y bienintencionada hacia los reps, aunque le resultó algo irritante: los androides tenían poco que ver con la realidad y, por lo general, eran más bien estúpidos, esquemáticos, aniñados y violentos. Por no mencionar a una tecno rubia que daba volteretas como una muñeca articulada. Aun así, en la película había algo profundamente conmovedor."
Nos encontramos en el Madrid del año 2109. El siglo XXI ha sido terrible para la raza humana. A pesar de haber desarrollado plenamente la inteligencia artificial, conquistado otros mundos, conocido a razas extraterrestres y haber unido la Tierra en una única entidad política, todo esto se ha conseguido a un alto precio de guerras continuadas y sangre, además de un deterioro irreversible en el clima de nuestro planeta. La autora va dosificando esta información y poco a poco vamos conociendo las características de este rico universo que ha construido, según confesión propia, para ambientar en él una serie de novelas, de las que ya se han publicado esta Lágrimas en la lluvia y El peso del corazón.
La protagonista, Bruna Husky, es una antigua androide de combate que ahora vende sus servicios como detective. Como todos los reps, Bruna ha sido dotada de una memoria artificial, ya que su existencia comienza a los veinticinco años. A pesar de ello, puede recordar perfectamente su infancia y los momentos más dramáticos que definieron su personalidad. Sabe que se trata de recuerdos implantados, que son mentira, pero que sin esa identidad no sería nada. Precisamente ese es uno de los grandes temas de la novela de Montero (como sucedía en la película que le precede), esa escurridiza identidad que nos define y que a la vez está conformada por una serie de acontecimientos vitales que seguramente no sucedieron exactamente de la forma en la que los recordamos. En ese sentido, los humanos nos parecemos mucho a estos androides de ficción, que quizá sean una realidad dentro de unas décadas. Pero la gran tragedia vital de Bruna tiene más que ver con conocer la fecha de su muerte (los androides solo viven en torno a los diez años, debido a una enfermedad celular irreversible que les afecta en torno a los treinta y cinco), por lo que recuerda repetidas veces los años, meses y días que le restan de existencia. Algo muy parecido a nuestra inquietud ante la inevitable extinción, pero acentuado por conocer la fecha casi exacta.
En la página de Austin Miller, la escritora comenta algo muy interesante sobre este asunto:
"Claro, un tema de Lagrimas es justamente ese, la identidad, qué nos hace ser personas, qué nos hace ser humanos, qué nos hace ser lo que cada cual es, una identidad que, por otra parte, cambia todo el rato. Para mi Bruna Husky es más humana que muchos humanos. Y no no creo en la existencia del alma, si tomamos el término en los límites del alma religiosa . Cómo se construye el yo, es decir, que nos hace sentir esta continuidad en el ser, es un misterio científico y filosófico fascinante."
Una de las virtudes de Lágrimas en la lluvia, es el equilibrio conseguido entre la trama detectivesca y la ambientación futurista. La profesionalidad de la novelista es patente a la hora de contar una historia interesante sin que escape en ningún momento a su control en uno u otro sentido, pues bien podría haber sucedido que Montero dedicara capítulos enteros a describir las vicisitudes del año 2109. Es difícil hacerlo a su manera, ofreciendo información de manera que el relato avanza de una manera natural, para conocer cada vez más aspectos de este Madrid en días extraños que en algunas cosas se sigue pareciendo al nuestro: esa presidenta eterna del gobierno regional (Esperanza Aguirre lo parecía hace cuatro años), ese miedo al terrorismo y a los movimientos políticos radicales, esa corrupción generalizada y estado de desinformación que también están hoy presentes. Además es una ciudad que todavía quiere aferrarse, aunque sea simbólicamente a su propia y difusa identidad, como le sucede a Bruna, aunque sea con la presencia casi escondida de ese oso, en cierta forma inmortal, símbolo improbable de una ciudad que se ha deshumanizado hasta el punto de que el aire y el agua puras son bienes de lujo.