Derivados de ellos esta inmanente el derecho del hombre a la libre expresión de las ideas y del pensamiento, así como la exigencia a la veracidad y transparencia como norma en la cosa pública y la ausencia de discriminaciones derivadas de factores raciales, de género, sociales, políticos o económicos.
Complemento ineludible de estas mimbres de elaboración de un tejido social ideal se halla en el laicismo en tanto en cuanto significa ausencia de mediatización doctrinaria y dogmática en las competencias potestativas del Estado. Esta es una de las características que definen una situación de convivencia democrática que se base entre otros en ese valor tan apreciado en nuestra Orden cual es la tolerancia. Contra todo pronóstico razonable, en el siglo XXI, observamos con desasosiego deteriorarse lo que parecía un hecho incontrovertible, el laicismo como doctrina sustentada en el estado de derecho y y herencia innegable de la Ilustración y la racionalidad.
James Anderson nos habla de la Masonería en sus Constituciones, que darían cuerpo legal a la primera Gran Logia de Inglaterra en 1723, refiriéndola como una organización que auspicia construir una sociedad basada en la libertad política y en la económica del hombre como integrante de un proceso de sociabilidad. En paralelo a ellas, reivindica la libertad de cultos y de la expresión de las ideas… “Aun cuando en los tiempos antiguos los masones estaban obligados a practicar la religión que se observaba en los países donde habitaban, hoy se ha creído más oportuno, no imponerle otra religión que aquella en que todos los hombres están de acuerdo, y dejarles completa libertad respecto a sus opiniones personales. Esta religión consiste en ser hombres buenos y leales, es decir, hombres de honor y de probidad, cualquiera que sea la diferencia de sus nombres o de sus convicciones. De este modo la Masonería se convertirá en un centro de unidad y es el medio de establecer relaciones amistosas entre gentes que, fuera de ella, hubieran permanecido separados entre sí”. En tal sentido Anderson entiende la Logia como espacio místico de encuentro donde concurren los hombres sin distinción de razas, credos políticos o religiosos, y sin limitaciones por condiciones sociales o económicas. No parece arriesgado deducir de ello la Logia como microcosmos del universo masónico como un espacio de libertad, tolerancia, fraternidad y concordia con capacidad de proyectar sus valores hacia el exterior.
Es el propio Anderson el que al establecer la primera Constitución de la Gran Logia de Londres y eliminar la referencia a la Santísima Trinidad propicia que en la metodología masónica se acojan desde una visión flexible, tolerante y no dogmática diversas concepciones de Dios. No es difícil rastrear en su lectura una referencia laicista incrustada en el ámbito masónico en época tan temprana aunque el concepto filológico evidentemente no sea utilizado.
El laicismo cabe entenderlo a la vez como un valor masónico y como un valor indisociable de un estado democrático. En gran medida el laicismo es el sello distintivo de la modernidad occidental, algo a lo que no fue ajeno Spinoza, uno de los primeros europeos en promover el ideal de un estado democrático laico. Frente a este concepto el renacer de los fundamentalismos de distinto signo, cristianos, musulmanes , judíos, o incluso de religiones no monoteístas , budistas, confucianos u otros, coinciden en el repudio a las libertades, rechazan los descubrimientos de la biología y la física o desprecian los conocimientos de la cultura liberal tan dificultosamente adquiridos a los largo de siglos. Con su intransigencia tratan de nuevo introducir a lo sagrado en la lucha política o hacerlo razón de estado. Su presencia amenaza la escena nacional e internacional al abandonar la confesionalidad el plano que le es propio, el área privada de las vidas de los seres humanos. El 11 de septiembre en Estados Unidos de América y el 11 de marzo en España fueron una forma funesta de advertirnos que el fundamentalismo religioso es un siniestro estigma presente en nuestra realidad.
La razonable distancia que debe mantener el poder público hacia las confesiones religiosas y sus manifestaciones, así como la equiparación en el respeto hacia todas ellas, no siempre es respetada por algunos representantes de las instituciones del estado, (el caso español pueda servir algunos ejemplos llamativos). Cuando esta circunspección institucional no es respetada con la delicadeza que es menester, se violenta seriamente el principio constitucional de estado laico que en nuestro caso consagra nuestra Constitución.
Es la laicidad la que da credibilidad a un estado democrático. Lo moral, lo científico, lo ético, lo racional, son elementos esenciales que dotan al individuo para convivir en una sociedad que se ampara y sustenta en la libertad. La laicidad sin inmiscuirse en el pensamiento individual, frena las tentaciones dogmáticas evitando que el sujeto pasivo sea pasto de consignas predeterminadas encaminadas más a la obediencia ciega que embota cualquier atisbo de creatividad. Y desde luego no aprovecha a elaborar productos derivados de la razón, la ciencia o a dar vida a las propias inclinaciones ideológicas potestativas a los seres humanos cultivados por este en cuanto, ente individual y soberano.
La Masonería, como elemento de convivencia humana, éticamente plausible se acrecienta moralmente en el laicismo y lo que representa como valor antidogmático. Es en si misma la francmasonería encuentra una muestra significativa en el reconocimiento de un Ser Supremo. Un ser aceptado como referente espiritual desde una interpretación en libertad, carente de la subordinación en su aceptación a conceptos subjetivos, ortodoxos, de unicidad , verdad excluyente o patrimonial que tan queridos son al común de los mentores o interpretes activos de las religiones tradicionales.
La sociedad que presume la masonería, debe cimentarse sobre conciencias liberadas, ahormadas en el librepensamiento. De espíritus con una capacidad plena de discernimiento y autonomía de modo que esta sea la herramienta y freno que aleje las tentaciones opresoras de un poder moral fanatizado, fundamentalista o intolerante.
Francis Bacon en su El avance del saber, en tiempos complejos como el siglo XVII (1605) se entusiasma en su declaración de independencia del racionalismo científico frente a trabas teológicas y dogmáticas y desde el convencimiento de que solo la razón podría dar a los humanos el acceso a la verdad….senda que continuaría Descarte, cogito, ergo sum, a la vez que encarna en su propia incertidumbre el dilema de la espiritualidad moderna.
Incertidumbre de lo que parece único albur asumir el reconocimiento del pensamiento racional como indispensable para nuestro funcionamiento eficaz en el mundo.
He dicho
QH HORACIO