Lampedusa en España. La vergüenza de la xenofobia

Por En Clave De África

(JCR)
Parece bastante claro que las 300 víctimas del reciente naufragio enfrente de las cosatas de la isla de Lampedusa (se ha encontrado un centenar de cadáveres y quedan 200 desaparecidos) eran Eritreos. Me extraña muy poco que cualquier ciudadano de Eritrea esté dispuesto a jugarse la vida por salir de su país. Estuve allí un mes, a finales de 2004, y una de las conclusiones a las que llegué es que si yo hubiera nacido en Eritrea haría todo lo posible por marcharme de la inmensa cárcel que es esa nación con un régimen estalinista, sobre todo si fuera joven.

Salíamos una noche a cenar en Asmara, la capital, con mi anfitrión –un sacerdote católico- y varios jóvenes y me llamó la atención ver a una de las chicas que lloraba en un rincón. Me fijé en que la muchacha le enseñaba un documento que parecía ser la causa de su desesperación. Cuando regresamos a casa, mi amigo me explicó lo ocurrido: “La chica, como todos los jóvenes de más de 18 años, ha hecho ya sus cuatro años de servicio militar obligatorio. Ahora está en la Universidad y ayer volvió a recibir una nueva carta del ministerio ordenándola que se presente en su brigada antes de tres días”. Ante mi extrañeza, me siguió explicando: “Aquí, aunque hayas hecho ya los cuatro años de mili, te pueden volver a llamar en cualquier momento y enviarte a cualquier rincón del país, interrumpiendo tus estudios y sin que nadie sepa tu paradero, donde puedes estar incluso diez años”. Comprendí entonces por qué cuando uno viaja por el país se ven soldados por todas partes. Las carreteras están bien mantenidas y las montañas están llenas de árboles recién plantados. En algo tienen que ocupar a los nada menos que 600.000 soldados del ejército eritreo, casi todos ellos jóvenes reclutas, que representan el 10% de sus seis millones de habitantes. Algo así como si España tuviera un ejército de cinco millones de soldados. Durante aquellos días escuché que pocas semanas antes varias docenas de jóvenes detenidos por haber desertado del ejército fueron muertos a tiros mientras intentaban escapar.

Eritrea y la vecina Etiopìa formaron una sola nación hasta que la primera se separó tras un referéndum celebrado en 1993. Cinco años después, las nuevas autoridades llevaron al país a una guerra con los etíopes –oficialmente por una disputa fronteriza- que en sólo dos años se cobró algo más de 100.000 muertos. Aunque en 2000 se firmó un alto el fuego auspiciado por Naciones Unidas, desde entonces el país sigue viviendo un estado de hostilidad con Etiopía: la frontera está cerrada y no hay comunicaciones ni por correo ni por teléfono. Miles de familias han quedado separadas. El gasto militar es desorbitado mientras sus ciudadanos viven en la pobreza, y no hay partidos ni periódicos de la oposición. La mayor parte de los periodistas independientes están en la cárcel, en condiciones deplorables, o han desaparecido. Recuerdo un hombre de unos sesenta años que estaba en una de las casas donde fui a cenar con mi amigo. Había combatido 30 años en la guerrilla que se batió por la independencia de Eritrea en tiempos del dictador etíope Menghistu y durante los combates perdió una pierna. Cuando nos íbamos, me señaló a su miembro perdido y me dijo con tristeza: “Yo no sacrifiqué mi vida durante tres décadas para tener esta dictadura”.

Estando así las cosas, no es de extrañar que miles de jóvenes intenten salir del país por todos los medios posibles. Cada vez que paso por Kampala, algo que suelo hacer unas tres veces al año por motivos de trabajo, suelo sacar tiempo para acudir una velada a cenar con algunos de los jóvenes refugiados eritreos que conozco allí. Son acogedores hasta extremos insospechados y nunca me han dejado ni comprar una botella de vino. Las historias que me relatan sobre cómo han escapado son increíbles, y en la mayoría de los casos han caminado durante varios días a pie sin alimentos ni agua para poder llegar a un lugar donde vivirán faltos de todo, pero con una gran solidaridad entre ellos y muchísima fuerza de voluntad.

Pienso en todo esto y comparto los sentimientos del Papa Francisco, el único líder europeo que se ha atrevido a decir las cosas claras: “¡vergüenza!” Si hubo tres barcos que avistaron la embarcación naufragada y negaron su asistencia a los cientos de personas que se estaban ahogando, no fue solamente por la perversidad moral de un puñado de patrones egoístas, sino por las leyes actualmente en curso en Italia que penaliza a quien ayude a un inmigrante sin papeles, aunque sea intentando salvarle la vida mientras naufraga, o incluso dando alojamiento a uno que esté durmiendo en la calle, leyes que la Unión Europea (premio Nóbel de la Paz, ejem!) no se ha atrevido nunca a cuestionar. Estas leyes son la consecuencia de la reforma del gobierno de Silvio Berlusconi hace cuatro años. ¿Se acuerdan? Sí, ese Berlusconi que gobernó apoyado por políticos de movimientos católicos conservadores y sobre quien el gran vaticanista y “escritor católico de referencia” Vittorio Messori sentenció en 2011: “prefiero un putero que hace buenas leyes a un notable catolicísimo que hace normas contrarias a la Iglesia” ¿Se refería Messori a esas medidas anti-inmigrante cuando hablaba de buenas leyes?

No se echen demasiado las manos a la cabeza. En España no hemos llegado aún a negar auxilio a inmigrantes africanos que naufragan, pero también hemos puesto nuestro granito de arena en esa deriva xenófoba que denuncia el Papa. Piensen, por ejemplo, en la reforma sanitaria del actual gobierno del PP, que niega la tarjeta sanitaria a los 150.000 inmigrantes ilegales que se calcula que hay en nuestro país, y que está arrojando a bastantes enfermos crónicos a una situación que puede desembocar en la muerte. Imaginen lo que puede ocurrir con un inmigrante sin papeles seropositivo que depende de la medicación anti-retroviral para seguir vivo y que de repente se queda sin su tratamiento. La única diferencia con un naúfrago que muere ahogado en el mar frente a un pesquero que pasa de largo sin auxiliarle es que la muerte del primero, sobre todo si son varios cientos a la vez, se nota más y hasta nos horroriza (eso sí, sólo por un espacio limitado de tiempo), mientras que la muerte de los crónicos cuya salud descenderá en picado por falta de tratamiento pasarán más desapercibida.